giovedì 31 maggio 2012

Nueve círculos. Octavo círculo: Arena


     – Háblame más de Denise.
     – No.
     – Intentémoslo.
     – No me apetece.
     – ¿Tengo que recordarte como funciona?
     – Y si no te cuento nada de nada, ¿qué me haces?
     – Lo sabes muy bien. Venga, un pequeño esfuerzo.
     – Ya te lo he contado todo.
     – Entonces da lo mismo.
     – Eso es. Venga Giorgio, sé que estás cansado. Pero hablemos de Denise. Volvamos a esa noche.

     – Esa noche.
     – Sí, esa noche en la colina.
     – No, en el centro, en un parque.
     – ¿Estabais solos?
     – No. Al principio no, había un montón de gente. Alguien tocaba la guitarra.
     – ¿Amigos?
     – Hacía calor, los mosquitos no nos dejaban en paz.
     – ¿Qué pasó?
     – Lo sabes.
     – Cuéntamelo otra vez.
     – Le dije “¿Te vienes a dar una vuelta?” y fuimos más allá del puente, al jardín.
     – ¿Solos?
     – Sí.
     – ¿Por qué?
     – Quería estar con ella. Quería decirle... quería...
     – ¿Qué querías?
     – No lo sé. Cuando estaba con ella me bloqueaba. Qué hermosa era Denise esa noche. Con el pelo suelto y esa mirada. Yo no podía respirar. Quería gustarle. Y tenía miedo de quedar como un imbécil.
     – ¿La besaste?
     – No. Dios cuánto habría querido.
     – ¿Qué le dijiste?
     – Nada. Habló ella. “He recibido una postal”. Yo lo sabía muy bien.
     – ¿Se la habías mandado tú?
     – Sí.
     – ¿Qué...
     – De la playa. Una foto muy sosa de un paseo marítimo cualquiera. Detrás sólo cuatro palabras: “Tú como una flor”. Se lo tomó muy mal. Me dice “¿Qué significa?”. Yo tengo la boca seca. No puedo hablar. “Somos amigos, ¿verdad Giorgio?”. “Sí”. “Eres un chico estupendo, un amor, sabes que te quiero, como...”
     – ¿Como qué? ¿Como amigo?
     – Basta. Sabes como acabó.
     – Pero...
     – Para ya.
     – Está bien. ¿Hablamos de Eleonora?
     – ¿Tú no sueltas nunca?
     – Me pagan por ello. Para ayudarte. Yo estoy de tu parte.
     – Entonces quítame éstas.
     – Sabes que las correas son para tu bien.
     – O para el tuyo. No te fías de mí, ¿verdad?
     – Claro que me fío, Giorgio. Pero conoces las reglas.
     – Al diablo.
     – Hay que jugar según las reglas. Por lo menos aquí. Ahora tú también deberías entender que es de tu interés hacerlo.
     – Lo sé. Es que...
     – ¿Qué? Dime.
     – Nada. Es... difícil. Equivocado. No es lo que quiero.
     – ¿Quieres salir o no?
     – ¿Qué más da?
     – No puedes saberlo.
     – Nunca me dejarán salir de aquí. Nadie sale nunca de aquí.
     – Escucha. Hablemos de Eleonora.
     – Ya sabes todo también de ella.
     – No es verdad. ¿Qué os dijisteis?
     – ¿Cuándo?
     – Sabes cuando.
     – ¿Esa vez en el coche debajo de su casa? Nada. No le dije nada.
     – ¿Y ella?
     – Me besó.
     – ¿Te gustó?
     – Olía a vainilla.
     – Pero ¿querías besarla?
     – Me moría por ese beso. Pero estaba aterrorizado. Ahora lo reconozco. Terror puro. No pude separar los labios. Yo...
     – ¿Qué hiciste?
     – Ella me miró, sorprendida. Luego me odió. Odio, ¿entiendes? No dijo nada, cogió el bolso y quería marcharse, así. No tenía que irse, ¿te das cuenta?
     – ¿Y qué pasó?
     – Intenté retenerla. “¿Qué haces?” me dice. “Quédate, por favor”. “Déjame”. Pero no podía soltarla. No podía. No.
     – ¿Y entonces? ¿Giorgio? Contesta. Sabes que...
     – ¡Para ya! Estoy hasta los cojones de tus preguntas de mierda. Déjame en paz.
     – No puedo hacerlo.
     – Ah, tú también no puedes dejar que me vaya, ¿eh? Y no me digas que es tu trabajo.
     – Pero es así. Lo sabes. Esta no es una charla entre amigos. ¿O quieres que te cuente mis problemas? Los dos duros que gano y la vida privada que no tengo? No. Giorgio, mírame.
     – Sí. Ahora me preguntarás de nuevo por Alessandra. Lo sabía. ¿Tenemos que hacerlo? Está bien. Quieres saber de esa vez que fui a visitarla a la montaña, a la casa de sus padres.
     – Ella estaba...
     – Estaba sola, sí. Me esperaba. Yo tenía que marcharme. Quería despedirme. Quería decirle... Quería...
     – ¿Qué?
     – La quería. No quería perderla. Pero si me hubiese quedado no habría servido para nada. Esos ojos... Esos ojos color avellana... Yo no podía. Le digo “Me voy mañana”. “Lo sé” dice ella. “Está decidido”. “Para ti es una oportunidad estupenda”. “Sí. Pero no quiero irme”. “¿Por qué no?”.
     – Ya, ¿por qué no?
     – ¡Porque quería estar con ella! Tu no has entendido nada de mí. Alessandra era mi vida. Era todo para mí. Yo pensaba sólo en ella, esperaba todo el día que me llamara para oír su voz. Habría pasado horas y horas a su lado, acariciando ese pelo que nunca había rozado siquiera.
     – Tampoco ese día en la montaña.
     – Ese día sí. “Nunca me habías acariciado así, antes” dice ella. ¿Qué tenía que decirle? ¿Que estaba enamorado? ¿Que eso era amor? Ella estaba con otro, yo lo sabía, me lo había dejado claro. Tenía que irme. ¿Tenía que perderla a ella también? No. Yo no podía más. Era insoportable. La vida se me escurría entre los dedos, como la arena, implacable como el tiempo.
     – ¿Como?
     – Nada.    
     – ¿Qué pasó después?
     – Me dijo “Quédate”. “¿Por qué?”. “No quiero que te vayas”. “¿Y luego?”. “No lo sé”. ¡No lo sabía! La tonta. Nunca dejaría ese otro. No podía soportar la idea que no estuviera conmigo. Pero era una mentirosa. Como todas. Le acaricié el cuello. Era tan suave. Los pulgares se hundían en él como en mantequilla. Yo no podía soportarlo. Por esto la maté. Como a todas las otras.

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NUEVE CÍRCULOS (pincha para leer)
IX círculo: Cero (desde el 8 de junio)
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