– Háblame más de
Denise.
– No.
– Intentémoslo.
– No me apetece.
– ¿Tengo que
recordarte como funciona?
– Y si no te cuento
nada de nada, ¿qué me haces?
– Lo sabes muy bien.
Venga, un pequeño esfuerzo.
– Ya te lo he contado
todo.
– Entonces da lo
mismo.
– Eso es. Venga
Giorgio, sé que estás cansado. Pero hablemos de Denise. Volvamos a esa noche.
– Esa noche.
– Sí, esa noche en la
colina.
– No, en el centro,
en un parque.
– ¿Estabais solos?
– No. Al principio
no, había un montón de gente. Alguien tocaba la guitarra.
– ¿Amigos?
– Hacía calor, los
mosquitos no nos dejaban en paz.
– ¿Qué pasó?
– Lo sabes.
– Cuéntamelo otra
vez.
– Le dije “¿Te vienes
a dar una vuelta?” y fuimos más allá del puente, al jardín.
– ¿Solos?
– Sí.
– ¿Por qué?
– Quería estar con
ella. Quería decirle... quería...
– ¿Qué querías?
– No lo sé. Cuando
estaba con ella me bloqueaba. Qué hermosa era Denise esa noche. Con el pelo
suelto y esa mirada. Yo no podía respirar. Quería gustarle. Y tenía miedo de
quedar como un imbécil.
– ¿La besaste?
– No. Dios cuánto
habría querido.
– ¿Qué le dijiste?
– Nada. Habló ella.
“He recibido una postal”. Yo lo sabía muy bien.
– ¿Se la habías
mandado tú?
– Sí.
– ¿Qué...
– De la playa. Una
foto muy sosa de un paseo marítimo cualquiera. Detrás sólo cuatro palabras: “Tú
como una flor”. Se lo tomó muy mal. Me dice “¿Qué significa?”. Yo tengo la boca
seca. No puedo hablar. “Somos amigos, ¿verdad Giorgio?”. “Sí”. “Eres un chico estupendo,
un amor, sabes que te quiero, como...”
– ¿Como qué? ¿Como
amigo?
– Basta. Sabes como
acabó.
– Pero...
– Para ya.
– Está bien. ¿Hablamos
de Eleonora?
– ¿Tú no sueltas
nunca?
– Me pagan por ello.
Para ayudarte. Yo estoy de tu parte.
– Entonces
quítame éstas.
– Sabes que las
correas son para tu bien.
– O para el
tuyo. No te fías de mí, ¿verdad?
– Claro que me
fío, Giorgio. Pero conoces las reglas.
– Al diablo.
– Hay que jugar según
las reglas. Por lo menos aquí. Ahora tú también deberías entender que es de tu
interés hacerlo.
– Lo sé. Es que...
– ¿Qué? Dime.
– Nada. Es...
difícil. Equivocado. No es lo que quiero.
– ¿Quieres salir
o no?
– ¿Qué más da?
– No puedes saberlo.
– Nunca me dejarán
salir de aquí. Nadie sale nunca de aquí.
– Escucha. Hablemos
de Eleonora.
– Ya sabes todo
también de ella.
– No es verdad. ¿Qué
os dijisteis?
– ¿Cuándo?
– Sabes cuando.
– ¿Esa vez en el
coche debajo de su casa? Nada. No le dije nada.
– ¿Y ella?
– Me besó.
– ¿Te gustó?
– Olía a vainilla.
– Pero ¿querías
besarla?
– Me moría por ese
beso. Pero estaba aterrorizado. Ahora lo reconozco. Terror puro. No pude
separar los labios. Yo...
– ¿Qué hiciste?
– Ella me miró,
sorprendida. Luego me odió. Odio, ¿entiendes? No dijo nada, cogió el bolso y
quería marcharse, así. No tenía que irse, ¿te das cuenta?
– ¿Y qué pasó?
– Intenté retenerla.
“¿Qué haces?” me dice. “Quédate, por favor”. “Déjame”. Pero no podía soltarla.
No podía. No.
– ¿Y entonces?
¿Giorgio? Contesta. Sabes que...
– ¡Para ya!
Estoy hasta los cojones de tus preguntas de mierda. Déjame en paz.
– No puedo
hacerlo.
– Ah, tú también no
puedes dejar que me vaya, ¿eh? Y no me digas que es tu trabajo.
– Pero es así. Lo
sabes. Esta no es una charla entre amigos. ¿O quieres que te cuente mis
problemas? Los dos duros que gano y la vida privada que no tengo? No. Giorgio,
mírame.
– Sí. Ahora me
preguntarás de nuevo por Alessandra. Lo sabía. ¿Tenemos que hacerlo? Está bien.
Quieres saber de esa vez que fui a visitarla a la montaña, a la casa de sus
padres.
– Ella estaba...
– Estaba sola, sí. Me
esperaba. Yo tenía que marcharme. Quería despedirme. Quería decirle...
Quería...
– ¿Qué?
– La quería. No
quería perderla. Pero si me hubiese quedado no habría servido para nada. Esos
ojos... Esos ojos color avellana... Yo no podía. Le digo “Me voy mañana”. “Lo
sé” dice ella. “Está decidido”. “Para ti es una oportunidad estupenda”. “Sí.
Pero no quiero irme”. “¿Por qué no?”.
– Ya, ¿por qué
no?
– ¡Porque quería
estar con ella! Tu no has entendido nada de mí. Alessandra era mi vida. Era
todo para mí. Yo pensaba sólo en ella, esperaba todo el día que me llamara para
oír su voz. Habría pasado horas y horas a su lado, acariciando ese pelo que
nunca había rozado siquiera.
– Tampoco ese
día en la montaña.
– Ese día sí. “Nunca
me habías acariciado así, antes” dice ella. ¿Qué tenía que decirle? ¿Que estaba
enamorado? ¿Que eso era amor? Ella estaba con otro, yo lo sabía, me lo había
dejado claro. Tenía que irme. ¿Tenía que perderla a ella también? No. Yo no
podía más. Era insoportable. La vida se me escurría entre los dedos, como la
arena, implacable como el tiempo.
– ¿Como?
– Nada.
– ¿Qué pasó después?
– Me dijo
“Quédate”. “¿Por qué?”. “No quiero que te vayas”. “¿Y luego?”. “No lo sé”. ¡No
lo sabía! La tonta. Nunca dejaría ese otro. No podía soportar la idea que no
estuviera conmigo. Pero era una mentirosa. Como todas. Le acaricié el cuello.
Era tan suave. Los pulgares se hundían en él como en mantequilla. Yo no podía
soportarlo. Por esto la maté. Como a todas las otras.
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NUEVE CÍRCULOS (pincha para leer)
IX círculo: Cero (desde el 8 de junio)
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