Soplaba un viento que
daba escalofríos. Elena saltó la barandilla y se quedó de pie por el lado
equivocado del puente. Bajo el cielo oscuro se adivinaban las cumbres a lo
lejos. Desde el bosque ululaban los búhos. Delante de ella, el vacío. Sabía que
allí abajo el río estaba seco, había ido allí de día infinitas veces. Había
visto como la gente se lo pasaba bien haciendo puenting, lanzándose hasta rozar
el guijarral. Pero ella no tenía ninguna goma, de su vuelo no se volvía a
subir.
Un golpe de viento le
infló el vestido y Elena se arrimó a la barandilla. Ahora que iba en serio
tenía un miedo de muerte. Pocos minutos antes había aparcado su sedán en el buen
sitio, decidida. Ahora tiritaba. ¿Por qué era tan difícil? De golpe revivió el
camino que la había llevado hasta allí. Las deudas y la quiebra eran realidad.
Las cuentas y la casa embargadas lo serían pronto. ¿Qué podía ofrecer a sus
hijos? ¿Qué podía hacer su marido? Nada. Esa era la única solución. La nada.
Ella era joven y sana, les tocaría casi un millón del seguro.
Pasó al otro lado y
volvió al coche. Arrancó y bajó las ventanillas. Quería disfrutar del silbido
del viento en su último vuelo de ángel. Metió primera. Estaba a punto de soltar
el embrague cuando oyó un chirrido de neumáticos. Un coche a toda velocidad
entró en la última curva antes del puente, derrapó y destrozó la barrera. Se
paró contra una peña más abajo. Todavía Elena no había tenido tiempo de
reaccionar cuando un todoterreno se paró en seco en la curva. Salió el
conductor y bajó hasta la peña. Luego un estruendo resonó en el valle. Entonces
todo fue silencio. También los búhos se callaron.
Elena estaba lúcida y
alerta, todo propósito anterior había sido barrido por esa explosión. Mientras
cruzaba el puente se quedó mirando el punto de la barandilla donde había estado
hacía un momento, el punto exacto donde había elegido impactar. ¿Era melancolía
eso? Cuando estuvo en la curva notó que el todoterreno tenía el morro abollado.
A bordo no había nadie. Miró abajo hacia la peña. Le pareció adivinar una
silueta tumbada al lado del coche. No se movía.
Sólo le quedaba
bajar. Agarrándose a los arbustos se deslizó hasta la explanada donde se
encontraba el coche. Jadeaba. Ese en el suelo era un hombre, bocabajo. La
puerta del coche estaba abierta y al volante vio otro hombre. Había sangre por
doquier. Le vino una arcada. Consiguió aguantarse. Se acercó y miró mejor.
Cerca del conductor vio una pistola. En el asiento del pasajero había un
maletín abierto.
Estaba lleno de
billetes.
Con el corazón desbocado
Elena dio la vuelta alrededor del coche. Abrió la puerta del pasajero y se
metió en el interior. Cerró el maletín.
– A... yu...
Elena se quedó helada
y del susto se golpeó la cabeza contra el techo. El conductor se giró y le
clavó la mirada. Tenía un rostro monstruoso. Cayó exánime. Elena cogió el
maletín y se arrastró entre piedras y arbustos hasta su sedán. Mientras resoplaba
en el arcén, un fragor descomunal explotó debajo de ella. Desde la peña se
levantó una columna de llamas que iluminó la montaña. Trozos de chatarra
cayeron sobre el asfalto tintinando. Presa del pánico Elena se metió en el
coche y huyó.
Cuatro años más
tarde, en una noche de octubre como aquella, Elena volvió a cruzar sola la
misma parte del valle. Pero estaba de otro humor. Con el medio millón del
maletín había pagado las deudas, relanzado la empresa, abierto tres filiales y
contratado dieciocho empleados. Una nueva vida, para ella y su familia. Claro
que los quebraderos de cabeza no acababan nunca, como ese empleado suyo que no
daba un palo al agua. Lo había despedido justo esa mañana, y sin indemnización.
Pero se lo había buscado.
Elena dobló una curva
y el crepúsculo dibujó la silueta del puente y el abismo por debajo. Pensar en
el panorama desde la barandilla la hacía sonreír por su estupidez. Se distrajo
mirando el valle y el coche derrapó. Un pinchazo de miedo se le clavó en el
estómago. En seguida enderezó el sedán. Era el mismo de aquel fatídico día. Lo
sintió perder agarre, empujado por detrás. Mientras apretaba el volante
desesperada ojeó el espejo. Un coche. Por un instante enfocó un rostro cargado
de odio. Era el tío que había despedido.
Un nuevo empujón le
hizo chocar la cabeza contra el reposacabezas. El volante giraba enloquecido.
La barandilla del puente explotó en el impacto, en el punto exacto que había
elegido ella cuatro años antes. Mientras precipitaba Elena sólo pudo pensar en
el millón del seguro. Pero esta vez no la consoló.
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