La tinta vuela sobre el papel en nubes de ensueño. De la nada el
pincel crea colores, formas, realidad. Un puente de madera sobre un río lento.
Un sauce cansado. Un mar de nieve deslumbrante. La mano rugosa dibuja con
gestos calmados, como para medir las energías, bien preciado. En el blanco
silencio de cielo y tierra destacan los tres trazos rojos de una torii, un arco sintoísta. El hombre deja el pincel y mete las manos en las mangas
del kimono para protegerse del frío. El rostro marcado por el tiempo frunce el
ceño y la mirada abarca el escenario, en busca de lo inalcanzable. No te
aflijas, Hiroshige. Sin embargo falta algo. La obra no está completa.
Sobre
el puente desierto aparece una figura. El hombre sigue sus movimientos desde
lejos. La observa. Es una mujer. Lleva una capa oscura y un sombrero de paja.
¿Dónde va con este frío? La mujer se para y mira alrededor, apoyada en la
barandilla. El viento levanta la capa y un destello de seda exuberante colorea
el mundo. Ropa de lujo, de noble. Hiroshige se pasa una mano sobre el cráneo
rasurado, dubitativo. Instintivamente agarra el pincel y está a punto de crear
una figura oscura en el puente cuando su corazón se bloquea. No puede ser. La
mujer se ha subido a la barandilla. Se mantiene de pie a penas, aferrada a una
columna. El sombrero vuela despeinándole el moño. Mechones de pelo negrísimo le
azotan el rostro pálido. Es joven. Llora.
Hiroshige
se estremece. Su pesadilla se ha hecho realidad. Tira el pincel y vuelca los
colores, que en la nieve inventan el arcoíris. Sus pies se hunden mientras se
apresura desesperado hacia el puente.
–
¡Esperad!
Oye
los sollozos que resuenan en el mullido silencio blanco. Quiere correr pero la
ropa empapada le entorpece. La mujer mira fijamente el río, ansiosa por
abrazarle. No debe, no, no debe. No como Mineko. En la cuesta Hiroshige
acelera, corre, tropieza. Se cae. Da vueltas entre copos y arbustos en un
estruendo que retumba en el valle. Qué manera ridícula de romperse el hueso del
cuello.
En
cambio todavía respira cuando se para en el sendero en la base del puente. A
Hiroshige le cuesta levantarse, la agilidad ya sólo es un recuerdo de juventud.
–
¿Estáis bien? – A ella la voz le tiembla. Es una voz celestial.
Él se
pone de pie, desorientado, y se coloca en vano el kimono. – Sí, creo.
– Vos
sois...
–
Utagawa Hiroshige, para serviros, mi señora.
– El
gran pintor.
–
Bajad, os lo ruego. Os podríais caer.
– Me
decepcionaría lo contrario.
– No
bromeéis.
– No
bromeo en absoluto.
Hiroshige
avanza cauto hacia la mujer. – Mañana os reiréis de esta estupidez.
– Quedaos
donde estáis. No intentéis pararme. Pronto seré una hormiga. O un junco. O bien
una roca. No me importa. Pronto ya no sufriré.
La mujer tiene en el rostro la belleza
terrible de la muerte. Como Mineko. Hiroshige no puede permitirlo más.
Demasiadas veces se ha despertado en el corazón de la noche sudado y jadeante
después de revivir esa escena en sus pesadillas. No puede permitir que suceda
de nuevo.
–
Habéis elegido un paisaje sublime para desprenderos de la ilusión de la vida.
–
Decís bien, una ilusión. ¿Qué es la vida sin amor? ¿Qué es el amor sino una
ilusión?
Hiroshige
con un gesto abarca el cielo y la tierra. – ¿No lo encontráis magnífico?
En el
candor del valle resuena el lamento de una lechuza.
– Todo
es horrible desde que la hoja de una katana
me ha robado a mi querido Masayoshi.
– Os
engañáis a vos misma. Vos creéis en la belleza, sé que es así. Todo vuestro ser
emana belleza. La línea del cuello, vuestro porte, la voz de niña. Vuestro
espíritu. ¿Os sonrojáis? La elegancia en la modestia.
La
mujer rompe a llorar. – El mundo es horrible. Aborrezco una vida en la fealdad.
–
¿Queréis ver el cuadro que estoy pintando? Es poca cosa, no como vos, pero tal
vez lo encontréis bello. Vuestro río esperará.
– ¡No
bajaré! – Se da la vuelta, lista para saltar.
– ¡Os
lo ruego!
–
Volved a vuestros pinceles. ¿Qué os importa la suerte de una estúpida fémina
insignificante?
– No
puedo tolerar veros allí.
– ¡Dejadme!
¡Cómo osáis tocarme! – Hiroshige la agarra, ella forcejea. – ¿Qué queréis de
mí?
– No
lo hagas, te lo ruego.
La
mujer le da la espalda despeinada y abatida, en lágrimas. – El mundo sólo
es sufrimiento. Una ilusión.
– Una
ilusión bellísima. – Ella intenta liberarse pero él la retiene. – No puedo
soportarlo. No otra vez.
–
¿Otra vez?
–
Sueño contigo todas las noches, sobre ese puente. Yo corro, corro, pero siempre
llego demasiado tarde. Tu sombrilla que te sigue en el vacío es mi pesadilla.
Oh, Mineko.
Desde
lo alto de la barandilla la mujer abre los ojos de par en par. – Yo soy
Fujiwara Satsuko.
– Eres
Mineko. Eres como ella. No renuncies al mundo. No derroches toda esta belleza.
– La
perdiste?
Él se
calla.
–
Entonces me entiendes.
Hiroshige
tiende una mano. La roza. Una lechuza ulula. Él quita un mechón negro del
cándido oval del rostro de ella. La acaricia, con dulzura. El viento sacude las
ramas de un sauce y la nieve se cae en el río con un ruido sordo, deshaciéndose
en la corriente.
– Por
esto te ruego que no lo hagas. Yo también habría querido tirarme con Mineko,
pero si lo hubiese hecho, ¿cuánta belleza habría perdido?
Con un
gesto improviso Satsuko aparta la mano de Hiroshige y se retrae. Él le agarra
el kimono. Ella se sacude y pierde el equilibrio. Queda suspendida en la
barandilla, una grulla lista para despegar. El valle enmudece, el mundo ya no
respira, Hiroshige siente que desfallece.
Satsuko
se tambalea.
Vacila.
Cae.
Vuela
leve en el viento.
– Aquí
está vuestro desayuno, Yoshinue-san.
–
Gracias.
El
hombre devora la comida con el apetito del guerrero antes de la batalla.
Mientras le da vueltas a como convencer su daimyo
para que le conceda más tierras, observa el cuadro en la pared al fondo de la
sala.
– Ayer
no estaba.
– No,
noble samurai. – La camarera agacha
la cabeza. – El gran pintor nos ha honrado con un regalo del que no somos
dignos.
–
¿Hiroshige está aquí?
– Se
ha marchado esta mañana, mi señor, antes del amanecer. A esa hora no hay toda
esta confusión. Parece que todo Edo está de viaje hacia Kyoto, y viceversa.
El samurai no presta atención. Su espíritu
está en otro lugar, en un mar de nieve. De la nada la mano del maestro ha
creado un sueño. Un río, un sauce, un puente. Sobre el blanco destaca una torii roja como la sangre.
– ¿Es
un paisaje de por aquí?
– No
está muy lejos. – La voz desconocida atrae la atención del samurai, que se da la vuelta al
instante. – Perdonad, noble guerrero, no he podido evitar escuchar vuestra
pregunta. A menudo paso por ese puente, para llevar sake en las alteas del monte. En invierno es un arduo camino.
– La
tenacidad de un mercante no conoce obstáculos.
El
mercante de sake se ríe. – Lo que yo no haría para ganar un
puñado de zeni.
Los
dos hombres beben el té contemplando el cuadro, ignorando la confusión que
reina en la posada. Viajeros por partir, cuentas por pagar, comidas por servir,
equipajes por transportar.
– Es
muy bonito, ¿no os parece?
El samurai ha olvidado el fútil asunto de
las tierras. Está cautivado. – Esa figura sobre el puente, con la cabeza
afeitada...
– El
pintor en persona. ¿Estáis sorprendido?
–
¿Estáis seguro?
– Sí.
Tuve el placer de admirar muchas estampas de Hiroshige cuando mi socio me honró
invitándome a su casa.
El samurai mira el mercante a los ojos. –
¿Y la mujer que está con él?
– No
lo sé. – El mercante se levanta y la examina de cerca. – Su pareja, tal vez.
–
Hiroshige vive como un monje Zen, consagrado a su arte, desapegado de las cosas
del mundo. No puede ser.
– Seguirá
siendo un misterio, entonces.
Los
dos hombres no han notado a una mujer en el rincón más remoto de la sala. El
rostro de la noble está oculto bajo una capucha que la protege de corrientes
heladas y miradas indiscretas. Sorbe su té, inmóvil. Ella sabe. Regresará cada
año a esta posada, para volver a ver el cuadro. Nunca olvidará las últimas
palabras del maestro:
Dejo mi pincel en el Oriente
Y
parto para mi viaje.
Veré
los lugares célebres del Occidente.
Mientras
Fujiwara Satsuko monta en su palanquín, revive el abrazo de Hiroshige que la ha
salvado del abrazo del río. Está serena. Su alma no partirá para el Occidente,
todavía no. Demasiado grande la belleza del mundo como para perderla.
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