domenica 9 dicembre 2012

Viento y nieve


La tinta vuela sobre el papel en nubes de ensueño. De la nada el pincel crea colores, formas, realidad. Un puente de madera sobre un río lento. Un sauce cansado. Un mar de nieve deslumbrante. La mano rugosa dibuja con gestos calmados, como para medir las energías, bien preciado. En el blanco silencio de cielo y tierra destacan los tres trazos rojos de una torii, un arco sintoísta. El hombre deja el pincel y mete las manos en las mangas del kimono para protegerse del frío. El rostro marcado por el tiempo frunce el ceño y la mirada abarca el escenario, en busca de lo inalcanzable. No te aflijas, Hiroshige. Sin embargo falta algo. La obra no está completa.
     Sobre el puente desierto aparece una figura. El hombre sigue sus movimientos desde lejos. La observa. Es una mujer. Lleva una capa oscura y un sombrero de paja. ¿Dónde va con este frío? La mujer se para y mira alrededor, apoyada en la barandilla. El viento levanta la capa y un destello de seda exuberante colorea el mundo. Ropa de lujo, de noble. Hiroshige se pasa una mano sobre el cráneo rasurado, dubitativo. Instintivamente agarra el pincel y está a punto de crear una figura oscura en el puente cuando su corazón se bloquea. No puede ser. La mujer se ha subido a la barandilla. Se mantiene de pie a penas, aferrada a una columna. El sombrero vuela despeinándole el moño. Mechones de pelo negrísimo le azotan el rostro pálido. Es joven. Llora.

     Hiroshige se estremece. Su pesadilla se ha hecho realidad. Tira el pincel y vuelca los colores, que en la nieve inventan el arcoíris. Sus pies se hunden mientras se apresura desesperado hacia el puente.
     – ¡Esperad!
     Oye los sollozos que resuenan en el mullido silencio blanco. Quiere correr pero la ropa empapada le entorpece. La mujer mira fijamente el río, ansiosa por abrazarle. No debe, no, no debe. No como Mineko. En la cuesta Hiroshige acelera, corre, tropieza. Se cae. Da vueltas entre copos y arbustos en un estruendo que retumba en el valle. Qué manera ridícula de romperse el hueso del cuello.
     En cambio todavía respira cuando se para en el sendero en la base del puente. A Hiroshige le cuesta levantarse, la agilidad ya sólo es un recuerdo de juventud.
     – ¿Estáis bien? – A ella la voz le tiembla. Es una voz celestial.
     Él se pone de pie, desorientado, y se coloca en vano el kimono. – Sí, creo.
     – Vos sois...
     – Utagawa Hiroshige, para serviros, mi señora.
     – El gran pintor.
     – Bajad, os lo ruego. Os podríais caer.
     – Me decepcionaría lo contrario.
     – No bromeéis.
     – No bromeo en absoluto.
     Hiroshige avanza cauto hacia la mujer. – Mañana os reiréis de esta estupidez.
     – Quedaos donde estáis. No intentéis pararme. Pronto seré una hormiga. O un junco. O bien una roca. No me importa. Pronto ya no sufriré.
      La mujer tiene en el rostro la belleza terrible de la muerte. Como Mineko. Hiroshige no puede permitirlo más. Demasiadas veces se ha despertado en el corazón de la noche sudado y jadeante después de revivir esa escena en sus pesadillas. No puede permitir que suceda de nuevo.
     – Habéis elegido un paisaje sublime para desprenderos de la ilusión de la vida.
     – Decís bien, una ilusión. ¿Qué es la vida sin amor? ¿Qué es el amor sino una ilusión?
     Hiroshige con un gesto abarca el cielo y la tierra. – ¿No lo encontráis magnífico?
     En el candor del valle resuena el lamento de una lechuza.
     – Todo es horrible desde que la hoja de una katana me ha robado a mi querido Masayoshi.
     – Os engañáis a vos misma. Vos creéis en la belleza, sé que es así. Todo vuestro ser emana belleza. La línea del cuello, vuestro porte, la voz de niña. Vuestro espíritu. ¿Os sonrojáis? La elegancia en la modestia.
     La mujer rompe a llorar. – El mundo es horrible. Aborrezco una vida en la fealdad.
     – ¿Queréis ver el cuadro que estoy pintando? Es poca cosa, no como vos, pero tal vez lo encontréis bello. Vuestro río esperará.
     – ¡No bajaré! – Se da la vuelta, lista para saltar.
     – ¡Os lo ruego!
     – Volved a vuestros pinceles. ¿Qué os importa la suerte de una estúpida fémina insignificante?
     – No puedo tolerar veros allí.
     – ¡Dejadme! ¡Cómo osáis tocarme! – Hiroshige la agarra, ella forcejea. – ¿Qué queréis de mí?
     – No lo hagas, te lo ruego.
     La mujer le da la espalda despeinada y abatida, en lágrimas. – El mundo sólo es sufrimiento. Una ilusión.
     – Una ilusión bellísima. – Ella intenta liberarse pero él la retiene. – No puedo soportarlo. No otra vez.
     – ¿Otra vez?
     – Sueño contigo todas las noches, sobre ese puente. Yo corro, corro, pero siempre llego demasiado tarde. Tu sombrilla que te sigue en el vacío es mi pesadilla. Oh, Mineko.
     Desde lo alto de la barandilla la mujer abre los ojos de par en par. – Yo soy Fujiwara Satsuko.
     – Eres Mineko. Eres como ella. No renuncies al mundo. No derroches toda esta belleza.
     – La perdiste?
     Él se calla.
     – Entonces me entiendes.
     Hiroshige tiende una mano. La roza. Una lechuza ulula. Él quita un mechón negro del cándido oval del rostro de ella. La acaricia, con dulzura. El viento sacude las ramas de un sauce y la nieve se cae en el río con un ruido sordo, deshaciéndose en la corriente.
     – Por esto te ruego que no lo hagas. Yo también habría querido tirarme con Mineko, pero si lo hubiese hecho, ¿cuánta belleza habría perdido?
     Con un gesto improviso Satsuko aparta la mano de Hiroshige y se retrae. Él le agarra el kimono. Ella se sacude y pierde el equilibrio. Queda suspendida en la barandilla, una grulla lista para despegar. El valle enmudece, el mundo ya no respira, Hiroshige siente que desfallece.
     Satsuko se tambalea.
     Vacila.
     Cae.
     Vuela leve en el viento.
    

     – Aquí está vuestro desayuno, Yoshinue-san.
     – Gracias.
     El hombre devora la comida con el apetito del guerrero antes de la batalla. Mientras le da vueltas a como convencer su daimyo para que le conceda más tierras, observa el cuadro en la pared al fondo de la sala.
     – Ayer no estaba.
     – No, noble samurai. – La camarera agacha la cabeza. – El gran pintor nos ha honrado con un regalo del que no somos dignos.
     – ¿Hiroshige está aquí?
     – Se ha marchado esta mañana, mi señor, antes del amanecer. A esa hora no hay toda esta confusión. Parece que todo Edo está de viaje hacia Kyoto, y viceversa.
     El samurai no presta atención. Su espíritu está en otro lugar, en un mar de nieve. De la nada la mano del maestro ha creado un sueño. Un río, un sauce, un puente. Sobre el blanco destaca una torii roja como la sangre.
     – ¿Es un paisaje de por aquí?
     – No está muy lejos. – La voz desconocida atrae la atención del samurai, que se da la vuelta al instante. – Perdonad, noble guerrero, no he podido evitar escuchar vuestra pregunta. A menudo paso por ese puente, para llevar sake en las alteas del monte. En invierno es un arduo camino.
     – La tenacidad de un mercante no conoce obstáculos.
     El mercante de sake se ríe.  – Lo que yo no haría para ganar un puñado de zeni.
     Los dos hombres beben el té contemplando el cuadro, ignorando la confusión que reina en la posada. Viajeros por partir, cuentas por pagar, comidas por servir, equipajes por transportar.
     – Es muy bonito, ¿no os parece?
     El samurai ha olvidado el fútil asunto de las tierras. Está cautivado. – Esa figura sobre el puente, con la cabeza afeitada...
     – El pintor en persona. ¿Estáis sorprendido?
     – ¿Estáis seguro?
     – Sí. Tuve el placer de admirar muchas estampas de Hiroshige cuando mi socio me honró invitándome a su casa.
     El samurai mira el mercante a los ojos. – ¿Y la mujer que está con él?
     – No lo sé. – El mercante se levanta y la examina de cerca. – Su pareja, tal vez.
     – Hiroshige vive como un monje Zen, consagrado a su arte, desapegado de las cosas del mundo. No puede ser.
     – Seguirá siendo un misterio, entonces.
     Los dos hombres no han notado a una mujer en el rincón más remoto de la sala. El rostro de la noble está oculto bajo una capucha que la protege de corrientes heladas y miradas indiscretas. Sorbe su té, inmóvil. Ella sabe. Regresará cada año a esta posada, para volver a ver el cuadro. Nunca olvidará las últimas palabras del maestro:
    
     Dejo mi pincel en el Oriente
     Y parto para mi viaje.
     Veré los lugares célebres del Occidente.
    
     Mientras Fujiwara Satsuko monta en su palanquín, revive el abrazo de Hiroshige que la ha salvado del abrazo del río. Está serena. Su alma no partirá para el Occidente, todavía no. Demasiado grande la belleza del mundo como para perderla. 

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