Suite 1302. Vista al
lago. Moët & Chandon en el minibar. Qué coñazo de país, vacas y montañas.
Noches planas, un funeral. No para él. Piero Vette olió el perfume de la rubia
con la que se lo había pasado de muerte. De ella no quedaba nada más. Se puso
gafitas, corbata y el aire intelectual de siempre. Cepilló restos de polvo
blanco de la americana. Bajó para el desayuno.
En el buffet se cruzó
con varios delegados. Volaban comentarios ansiosos: jornada crucial, buenas
premisas, decisiones valientes. Aire frito. Piero Vette sabía. En esas cumbres
no se concluía nada. Los circuitos del Poder estaban ocultos. El plan se había
lanzado hace tiempo. Habían decidido después de los últimos sondeos. Ningún
riesgo. Aceleración. No se volvía atrás. Piero Vette sabía. Piero Vette estaba
en ello. Piero Vette estaba metido hasta el cuello.
Ragnilde estaba
sentada en una parada de autobús. Fumaba un pitillo tras otro. La plaza estaba llena:
turistas globalizados admiraban la Vieja Europa. Las fachadas barrocas trasudaban
encanto y decadencia. Ragnilde miró la hora. El contacto llevaba retraso. Mala
señal. Era una operación de mierda. Lo había entendido desde el principio. Aficionados.
Os doy cinco minutos, luego me piro. Los grupos de chinos la rodeaban. Disparos
con flash y guías turísticas.
Un hombre se sentó. –
Perdona si llego ahora. – Llevaba gafas de espejo. Tenía pinta de madero.
Ragnilde apagó el
pitillo. – ¿Has traído todo? – Consonantes puntiagudas. Acento escandinavo.
– Sí, está aquí
dentro. – El madero posó un maletín en el suelo.
– Mañana.
– ¿No habías dicho
hoy?
– Sí. Pero lo haré
mañana. Y os costará el doble.
El madero tuvo un
ataque. – Pero...
– No me interesa.
Dentro de dos días. Aquí. Un maletín como éste.
Ragnilde cogió la
pasta y se alejó. Aficionados. Era una operación de mierda. Pero pagaban bien.
Quizás después de ésta pudiese dejarlo. Valía el riesgo.
– Esta clase política
no merece representarnos. Tienen que irse a su casa. ¡Todos!
– A-ca-sa-A-ca-sa-A-ca-sa! – Los
gritos del público martilleaban.
– Nuestro Movimiento
es el camino para renovar la democracia. ¡Y lo conseguiremos!
Los aplausos
estallaron. El estruendo fue inmenso. Ugo De Girolamo observó la muchedumbre.
El hombre en el palco bebía agua y se alisaba la barba canosa. Estaba empapado
y agotado. Sonreía. Triunfo. Ese Giovanni Grandi era un crack. Un maestro.
Ugo De Girolamo se
estremeció. Esa campaña era mérito suyo. Lo podían lograr. Podían ganar.
Giovanni Grandi Presidente del Gobierno. Sonaba bien. Damascelli podía empezar
a hacer las maletas.
Ugo De Girolamo pensó
en los jóvenes. En su hijo. Podían tener un futuro. Había esperanza. El
teléfono de De Girolamo sonó. No contestó. Sabía lo que significaban esos dos
toques. Grandes líos. Se escabulló y dejó el mitin. Atravesó el parque hasta el
lago. Se sentó en el tercer banco a la izquierda.
A su lado se
materializó un hombre vestido de jogging. Llevaba gafas de espejo. De Girolamo
se sobresaltó. – He venido lo más rápido que he podido.
– ¿Te ha seguido
alguien?
– Creo que no.
– ¿Crees?
– No, no me ha
seguido nadie. ¡Por Dios!
– Cállate y escucha.
Nos hace falta el programa. Horarios, desplazamientos, citas. Los próximos tres
días. Nada de comunicaciones electrónicas. Una hoja de tu puño y letra.
– ¿Aquí?
– Aquí. A las
10.
– Pero tenemos una
reunión a las 9:30.
– Procura estar.
Traición. Olía a
trampa. Pero Ugo De Girolamo no podía negarse. Lo tenían cogido. Las fotos que
le habían enseñado lo condenaban. Pillado mientras robaba los fondos. Estaba
lleno de deudas. Deudas de juego. La última semana había sido un infierno.
Se repasó la raya de
los pantalones. – Pero soy yo el organizador de la campaña.
– Exacto, no tendrás
problemas para conseguir la información.
De Girolamo pensó en
el futuro, en la esperanza, en los ideales. Tirados por el retrete. Esbozó una
respuesta. Pero habló al viento. El corredor con gafas de espejo se había esfumado.
Palazzo Manduca.
Sofás dorados, terciopelo rojo. Cama de baldaquino. Que ostentación. En puro
estilo Teodoro Damascelli. Nunca defraudaba.
– Piero, dame las
últimas novedades.
– Señor Presidente...
– Cuando me
llamas así, auguras tempestad.
Piero Vette sorbió su
Oban 18. – Teodoro, los datos los has visto tú también.
– Los Corsarios
al 27%
– Y subiendo.
– ¿Tú crees que la
gente votará de verdad por ese gilipollas de Grandi?
– Me temo que
sí. Por él y su Movimiento. Los electores aprecian las caras nuevas, limpias.
– Giovanni Grandi
podría ganar. Lo revolucionará todo.
– La gente está
harta. La gente cree en Grandi.
– La gente no pinta
una mierda. El dinero, Piero, sólo cuenta el dinero. Yo siempre he tenido el
dinero de mi parte. Los ricos, los empresarios, la Iglesia. La banca. También
la mafia.
Vette se calló. Pobre
iluso. Convencido de pintar algo porque era el Presidente. Tampoco él pintaba
nada. El Poder estaba en otra parte. Ese Poder era implacable. Vette era feliz
de satisfacerlo.
Damascelli tenía la
cara roja. – ¿Sabes cuántos votos querría que se llevara Grandi? Cero.
– Cero.
– Como el valor de la
democracia. ¿Piero, qué crees que deberíamos hacer?
El país ya era una
colonia. Tierra de conquista y de esclavos. Vette ganaba bien con ello: buena
vida, lujo y juerga. Era él la mano del Poder. El Virrey. Al Poder la gente le
importaba un carajo. A Vette la gente le importaba un carajo.
– Yo sólo soy tu
ministro de economía, no tu consejero político.
– Piero, ya me fío
sólo de ti. Dime: ¿que demonios hago?
– Nada. Falta un mes
para las generales. Puede pasar de todo.
Damascelli lo miró
fijamente. ¿Qué sabía? Era arrogante. Era narcisista. Pero no era estúpido. –
Esos amigos suizos que tienes son una pasada.
– Y no sólo suizos.
Saben lo que hacen.
No podía imaginarse
cuánto.
Todo estaba listo. La
ventana exacta, el piso seguro. Ragnilde tenía el equipamiento de las grandes ocasiones.
Las huellas falsas estaban en un sobre. Miró la hora. Los tiempos eran
apretados, su vía de fuga cuestión de minutos. Dio una calada, apagó el pitillo
y se sentó. Todo estaba listo.
Miró con los
prismáticos. Controlaba doscientos metros de calle: el chalet, las otras casas
y los jardines. Posición perfecta. Se acercó un coche oscuro. Solo. Pasó de
largo. No era él. Ragnilde era paciente. Encendió otro pitillo. Controló el cargador.
La bala de punta blanda estaba en la recámara. Identificación balística
imposible. No se volvía atrás.
Ragnilde vio
movimiento en la calle. Un coche. Y un todoterreno. Eran ellos. Cielo despejado,
luna llena: visibilidad óptima. Embrazó el fusil. Apuntó a ojo desnudo, nada de
mira telescópica. Vieja escuela, como en Bosnia. Los coches se pararon en la
entrada del chalet. Treinta metros. Del todoterreno bajaron dos armarios con
americana. Mínima seguridad. Sonrió.
Se abrió la puerta
del coche. Bajaron una morena y un tío en traje oscuro. Ragnilde reconoció la
melena rizada y canosa, inconfundible. El blanco se reía. Ragnilde inspiró. El
blanco se giró para decir algo al chofer. Ragnilde lo vio en la cara. Dudó. Ese
hombre era querido. Era un visionario. Podía cambiar la historia. Ragnilde lo
admiraba. Ragnilde era una profesional. El blanco fue hacia la valla. Ragnilde
inspiró. Ragnilde apuntó entre los rizos canosos. El blanco se paró para buscar
algo en los bolsillos. Ragnilde apretó el gatillo.
La tele escupía sentencias
a todo volumen. – La policía científica todavía no ha identificado el arma del
crimen. En un piso no lejano se han hallado restos de pólvora.
Ugo De Girolamo
temblaba. Lo habían hecho. Delante de la casa de su amante. Una emboscada.
Conocían lugar y horario. Exactos.
– En un cubo de la
basura se ha encontrado un fusil de precisión compatible con la distancia y la
dinámica del homicidio. Por el momento no sabemos si se han descubierto
huellas.
Claro que estaban. De
Girolamo sabía. Inculparían a alguien. Un desequilibrado. Un extremista
aficionado a las armas. Una cabeza de turco.
Cambió de canal.
Damascelli estaba pletórico. – La Presidencia del Gobierno y las instituciones
están unidas en el duelo por el brutal crimen que ha causado la muerte de
Giovanni Grandi.
Todo mentira. Lo
habían matado. Sabían donde y cuando encontrarlo. Se lo había dicho él. Había
vendido a Grandi. Lo había traicionado. Sus ideales por cuatro apuestas en el
casino. De Girolamo ahogó un ataque de pánico. Había traicionado las esperanzas
de los jóvenes. Las esperanzas de su hijo. Anduvo a tientas, cogió el teléfono
y marcó el número que sabía de memoria. El número que nunca había usado.
– ¿Quién es? – Voz
indignada.
– Soy Gato Negro.
– No debes llamarme a
este número.
– Quiero verte. Ahora. Mismo sitio. En una hora.
Ugo De Girolamo
corrió al parque. El otro lo esperaba cerca del lago, en el tercer banco a la
izquierda. Llevaba gafas de espejo. – ¿Qué quieres?
– ¿Quién dio la
orden?
– ¿Pero qué coño
quieres?
De Girolamo apretó
los puños. – ¿Quién ha sido? ¿Damascelli?
– ¿Damascelli? – El
hombre de las gafas de espejo se rio. – No. Ese no pinta nada.
– Ha sido Vette,
es él quien mueve los hilos.
– Tu haces demasiadas
preguntas.
– Quiero encontrar
quien lo hizo.
– ¿Por qué?
– El ejecutor. Haz
que lo encuentre.
– Estás delirando.
De Girolamo jadeaba.
– Si no se lo largo todo a la prensa.
– No te van a creer.
– No me obligues a
descubrirlo.
– No entiendo dónde
quieres llegar. Pero si insistes. Mañana. El pago lo harás tú.
Ragnilde estaba
sentada en una parada de autobús. Fumaba un pitillo tras otro. La gente
alrededor de ella no hablaba de otra cosa. Giovanni Grandi un héroe. Giovanni
Grandi un mártir. Giovanni Grandi con nosotros para siempre. Ragnilde sintió un
cosquilleo entre el corazón y la tripa. Ragnilde había cambiado la historia.
Ese hombre era la esperanza de la gente. ¿Los había condenado? ¿Eran remordimientos?
Un hombre se sentó al
lado de ella. Estaba sudado y nervioso. Llevaba un maletín. El hombre la miró a
la cara. ¿Lo conocía? No estaba segura.
– No me mires.
Date la vuelta. – Consonantes puntiagudas. Acento escandinavo.
– Tú eres una mujer.
– Dame el maletín.
– Tengo que hablar
contigo.
Ragnilde se levantó.
– No tenemos nada que decirnos. Yo no estoy aquí. – Ya lo había visto. Era el
coordinador de la campaña de Giovanni Grandi.
Ugo De Girolamo
estaba alterado. – Grandi era inocente. Grandi era un gran hombre.
Ragnilde desenvainó
una mirada de hielo. – No me concierne.
– Era un hombre
honesto. No merecía morir.
– Yo hago el trabajo para
el que me pagan.
– Allí dentro hay
doscientos mil más.
Ragnilde se paró. Se
giró. – Te escucho.
Las vistas eran
sublimes. Colinas de la capital al atardecer. Piero Vette se quitó la
americana. Llamó el servicio de habitaciones. Ostras y champagne. Había que celebrarlo.
Mientras esperaba
encendió la tele. Muchedumbre en todas las cadenas. Oceánica. El último adiós
al héroe, al mártir, al mito. Apagó. El calentón por Giovanni Grandi se
enfriaría pronto. Temperatura cadáver.
Llamaron a la puerta.
Abrió. Entró una camarera con el carro. Una rubia cañón toda curvas, su tipo.
Llevaba guantes. Descorchó el champagne. Le acercó un vaso lleno de burbujas.
– A mi salud – brindó
Vette.
La camarera cerró la
puerta. – Ponte cómodo.
– ¿Que me vas a
ofrecer?
– Nada. Estás a punto
de tener un ataque de corazón. Decide tú donde.
– Sal de inmediato de
mi habitación.
– ¿No te ha parecido
un champagne más espumoso que de costumbre?
Piero Vette
palideció.
– Tranquilo, es
indoloro. Y no deja rastro. Te vas tranquilo.
– ¿Quién coño...
eres...
– ¿Sabes algo? Es la
primera buena acción que hago. – Consonantes puntiagudas. Acento escandinavo.
– Después de esto, me retiro.
Piero Vette cayó al
suelo. Convulsiones. Escupió baba y bilis de la boca. Ragnilde esperó. Vette
dejó de moverse. Ragnilde se quitó un guante. Le tocó la carótida. Sonrió. Se
volvió a poner el guante y se marchó.
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NUEVE CÍRCULOS (pincha para leer)
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Es muy dificil resumir en pocas linéas y para diferentes pecados referidos a la vida del mundo actual argumentos basados en los grados de pecados del Infierno de la "divina Comedia", de Dante. Tú, lo consigues al encontrar historias y personajes con perfiles patológicos que encajan en dichas historias.
RispondiEliminaTambién estan muy bien elegídos los títulos de tales historias y el pecado que describe: Avaricia, violencia, engaño, malicia, etc.