DOS
El breve paseo de hombre libre
bajo los soportales de Piazza Castello me puso de los nervios. Desde el cielo
plomizo caían gotas pesadas. Ahí estaba servido el encanto de Turín. La belleza
de los monumentos renovados no tenía ningún efecto sobre mí. Barroco austero
para una ciudad que me rechazaba de todas las maneras. El lado positivo de la
humedad de noviembre es que te ayuda a pensar, pero no eran pensamientos
divertidos. Viola me la devolvería. Le había faltado al respeto, era
comprensible que se sintiera herida. ¿Corría el riesgo de perderla? No sabía ni
qué esperar, ni cómo me sentía. Era una eventualidad que me dejaba insensible.
¿Qué sentimientos tenía hacia ella? Después de más de un año, no tenía una respuesta.
En la esquina de Via Garibaldi
volví a cuestiones más concretas. Il Cambio era un capítulo cerrado. ¿Qué
podía hacer un sumiller sin un duro para no morirse de hambre con un currículum
impresentable como el mío? Pero el problema real eran los ocho mil euros. Si no
tenía ni atisbo de trabajo, Tinazzi podía cambiar de opinión acerca de mí: de
vaca que ordeñar a carne muerta. Me dio un escalofrío. Y no era por la humedad.
Holgazaneando sin propósito,
acabé delante de un escaparate oscuro con pantallas repletas de cifras. Como
un sonámbulo leí las cuotas: Lasciatemi Stare ganador, diez a uno. Sentado en
el suelo, un sintecho pedía limosna. Muy a la moda en época de crisis. Mi miedo
más grande se materializó delante de mí. ¿Podía acabar como él? Busqué la
seguridad que no tenía tocando los billetes enrollados en mi bolsillo. ¿A él le
cambiarían la vida? ¿Y a mí? Antes de darme cuenta, entré y aposté todo por el
caballo. Lasciatemi Stare, Dejadme en Paz, ganador. Ni los conté.
Mientras seguía las diminutas
siluetas de cuatro patas en la televisión, pensaba en las mujeres. En Ella. Con
Viola faltaba algo. Tal vez no era la mujer adecuada, o tal vez era yo el
hombre equivocado. Por teléfono ni siquiera le había dado un beso, nada. Es que
ya no me salía. Quizás nunca más. Bueno, nada grave. Siempre me quedaba el
recuerdo de Michela.
Volví a la calle con una cerveza
nadando en mi estómago y los bolsillos vacíos. Especializado en perdedores y
casos perdidos. Aceleré el paso, con la decepción que se mezclaba con la
frustración en un cocktail depresivo. Bravo
Max. Tenía muchas ganas de derrumbarme en el sofá y calentarme las vísceras
con dos dedos de Glenfiddich, contemplando las fotos de Ella. Eso era un
consuelo que nadie me negaría.
Cuando llegué al aparcamiento de
los Giardini Reali estaba empapado de lluvia y destrozado como si hubiera
corrido tres maratones. Estaba confundido, vencido por las emociones. Ni me
acordaba dónde había dejado el Cinquecento.
–
Ciao Max. Sorpresa.
Mioddio. Era Tinazzi. Huye,
Max, corre lejos de allí. Ése estaba cuadrado, noventa kilos por lo menos, a
lo mejor no me seguiría la estela.
– No te metas ideas raras en la
cabeza.
Vi la porra. Estaba frito. ¿Por
dónde empezaría el matón ese? La boca no, por favor no me rompas todos los
dientes como ese bastardo en San Salvario. No aguantaría las torturas del
dentista una segunda vez. Venga, mátame a palos. Acabemos de una vez.
– ¿Dónde está la pasta?
– Te lo dije, te pagaré,
tengo un buen trabajo, dame tiempo.
– Hace tres meses que no sueltas
un euro. Basta ya.
Tinazzi levantó la porra.
Amenazaba como el Caval ëd Brons, la estatua ecuestre de Piazza San Carlo,
lista para darte con la pezuña en la cara.
– ¡Espera! Toma esto. Es para ti.
Dame algún día más.
– ¿Es una baratija?
– No, auténtico Rolex. – Sí,
comprado a un encubridor por cincuenta pavos. – Venga, sólo unos días, te
prometo...
– Esto me lo quedo yo
– Tinazzi se puso el reloj. – Ahora calla y escucha.
Me cogió por el cuello. Un dolor
del demonio.
– No vayas de listillo conmigo, capito coglione?
Luego llegó. Nadie escuchó mis
plegarias. O tal vez era mi suerte, si así se puede llamar un porrazo en el
estómago. Quedé doblado por la mitad recogiendo mis tripas, mientras Tinazzi
llevaba sus noventa kilos de maldad a exprimirle a otro.
Me costó meterme en el coche. Me
costó encontrar aparcamiento debajo de casa. Me costó subir los cuatro pisos
hasta mi buhardilla. El dolor físico era la guinda para ese día despiadado. Ya
no podía más con aquella vida. Cuando cerré la puerta a mis espaldas, creí que
los guantazos se habían acabado. Me equivocaba.
En la pantalla del portátil
parpadeaba un e-mail nuevo. Las cuatro líneas de caracteres hacían palidecer
cualquiera de mis ridículos problemas de nada. Releí esa fría secuencia de píxeles
incapaz de aceptar su significado. Era un
incubo. Una pesadilla. Un fragmento de duda destinado a desgarrarme el
alma.
Sigue leyendo el Capítulo Tres
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