giovedì 11 dicembre 2014

"De un trago": Capítulo Dos




DOS


El breve paseo de hombre libre bajo los soportales de Piazza Castello me puso de los nervios. Desde el cielo plomizo caían gotas pesadas. Ahí estaba servido el encanto de Turín. La be­lleza de los monumentos renovados no tenía ningún efecto sobre mí. Barroco austero para una ciudad que me rechazaba de todas las maneras. El lado positivo de la humedad de no­viembre es que te ayuda a pensar, pero no eran pensamientos divertidos. Viola me la devolvería. Le había faltado al respeto, era comprensible que se sintiera herida. ¿Corría el riesgo de perderla? No sabía ni qué esperar, ni cómo me sentía. Era una eventualidad que me dejaba insensible. ¿Qué sentimientos tenía hacia ella? Después de más de un año, no tenía una res­puesta.
En la esquina de Via Garibaldi volví a cuestiones más con­cretas. Il Cambio era un capítulo cerrado. ¿Qué podía hacer un sumiller sin un duro para no morirse de hambre con un currí­culum impresentable como el mío? Pero el problema real eran los ocho mil euros. Si no tenía ni atisbo de trabajo, Tinazzi podía cambiar de opinión acerca de mí: de vaca que ordeñar a carne muerta. Me dio un escalofrío. Y no era por la humedad.
Holgazaneando sin propósito, acabé delante de un escapa­rate oscuro con pantallas repletas de cifras. Como un sonám­bulo leí las cuotas: Lasciatemi Stare ganador, diez a uno. Sen­tado en el suelo, un sintecho pedía limosna. Muy a la moda en época de crisis. Mi miedo más grande se materializó delante de mí. ¿Podía acabar como él? Busqué la seguridad que no tenía tocando los billetes enrollados en mi bolsillo. ¿A él le cam­biarían la vida? ¿Y a mí? Antes de darme cuenta, entré y aposté todo por el caballo. Lasciatemi Stare, Dejadme en Paz, ganador. Ni los conté.
Mientras seguía las diminutas siluetas de cuatro patas en la televisión, pensaba en las mujeres. En Ella. Con Viola faltaba algo. Tal vez no era la mujer adecuada, o tal vez era yo el hombre equivocado. Por teléfono ni siquiera le había dado un beso, nada. Es que ya no me salía. Quizás nunca más. Bueno, nada grave. Siempre me quedaba el recuerdo de Michela.
Volví a la calle con una cerveza nadando en mi estómago y los bolsillos vacíos. Especializado en perdedores y casos per­didos. Aceleré el paso, con la decepción que se mezclaba con la frustración en un cocktail depresivo. Bravo Max. Tenía muchas ganas de derrumbarme en el sofá y calentarme las vísceras con dos dedos de Glenfiddich, contemplando las fotos de Ella. Eso era un consuelo que nadie me negaría.
Cuando llegué al aparcamiento de los Giardini Reali estaba empapado de lluvia y destrozado como si hubiera corrido tres maratones. Estaba confundido, vencido por las emociones. Ni me acordaba dónde había dejado el Cinquecento.
– Ciao Max. Sorpresa.
Mioddio. Era Tinazzi. Huye, Max, corre lejos de allí. Ése es­taba cuadrado, noventa kilos por lo menos, a lo mejor no me seguiría la estela.
– No te metas ideas raras en la cabeza.
Vi la porra. Estaba frito. ¿Por dónde empezaría el matón ese? La boca no, por favor no me rompas todos los dientes como ese bastardo en San Salvario. No aguantaría las torturas del dentista una segunda vez. Venga, mátame a palos. Acabe­mos de una vez.
– ¿Dónde está la pasta?
– Te lo dije, te pagaré, tengo un buen trabajo, dame tiempo.
– Hace tres meses que no sueltas un euro. Basta ya.
Tinazzi levantó la porra. Amenazaba como el Caval ëd Brons, la estatua ecuestre de Piazza San Carlo, lista para darte con la pezuña en la cara.
– ¡Espera! Toma esto. Es para ti. Dame algún día más.
– ¿Es una baratija?
– No, auténtico Rolex. – Sí, comprado a un encubridor por cincuenta pavos. – Venga, sólo unos días, te prometo...
– Esto me lo quedo yo – Tinazzi se puso el reloj. – Ahora calla y escucha.
Me cogió por el cuello. Un dolor del demonio.
– No vayas de listillo conmigo, capito coglione?
Luego llegó. Nadie escuchó mis plegarias. O tal vez era mi suerte, si así se puede llamar un porrazo en el estómago. Quedé doblado por la mitad recogiendo mis tripas, mientras Tinazzi llevaba sus noventa kilos de maldad a exprimirle a otro.
Me costó meterme en el coche. Me costó encontrar aparca­miento debajo de casa. Me costó subir los cuatro pisos hasta mi buhardilla. El dolor físico era la guinda para ese día despia­dado. Ya no podía más con aquella vida. Cuando cerré la puerta a mis espaldas, creí que los guantazos se habían aca­bado. Me equivocaba.
En la pantalla del portátil parpadeaba un e-mail nuevo. Las cuatro líneas de caracteres hacían palidecer cualquiera de mis ridículos problemas de nada. Releí esa fría secuencia de píxeles incapaz de aceptar su significado. Era un incubo. Una pesadilla. Un fragmento de duda destinado a desgarrarme el alma.

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