Loro cercan là la
felicità dentro a un bicchiere
per dimenticare d'esser stati presi per il sedere
ci sarà allegria anche in agonia col vino forte
porteran sul viso l'ombra di un sorriso tra le
braccia della morte.
[Ellos buscan
allí su felicidad dentro de una copa
para olvidar que
les tomaron el pelo
Habrá alegría
también en la agonía con el vino fuerte
Llevarán en el rostro
la sombra de una sonrisa entre los brazos de la muerte]
Fabrizio De André, La città vecchia
No importa lo
duro que fuera tu pasado,
Siempre puedes
volver a empezar de cero.
Buda
PRÓLOGO
Estábamos jodidos. Desde lo alto
de la colina miré boquiabierto el valle allí abajo: tras el rastro del
Mercedes de Ángel dos destellos de luz corrían en la noche. Flashes azules para
quemarme los ojos y los sueños de felicidad. Dos coches de policía.
Los coches superaron Miraflores
de la Sierra como cohetes. El Mercedes corría rápido, la policía aguantaba.
Ángel era un gran piloto. Podía no valer. Tenía que valer, mi Michela estaba
con él. Nuestro paraíso estaba en las manos de Ángel.
La desesperación se me agarró al
alma. Luché para mantener la calma aferrándome a las promesas de Michela:
– Después de esto nos vamos tú y
yo, al Caribe, para siempre. Io e te, per sempre. Nunca más volveré a currar de camarera. Lo
pasaremos en grande, Massimo, ya verás.
Escuché el rugido del motor. El
Mercedes trepaba por la carretera como un dragón enfurecido. Podíamos lograrlo.
Era nuestra única esperanza. Michela e Massimo. Saboreé nuestro paraíso: palmeras y piña colada,
comiendo y follando como dioses.
– Io e te, per sempre.
Los coches tomaron la recta
debajo de mí. ¿Qué pretendía hacer yo cuando vine? Prometían un trabajo limpio,
dinero fácil. Pero nunca era fácil. Un trabajo de aficionados, eso es lo que
era. El motor rugió más fuerte, los neumáticos chirriaron. Bajé corriendo para
ver mejor. Me pasaron muy cerca. La luz de las farolas relució en su piel: el
rostro de Ángel era una máscara diabólica, las manos de Michela estaban blancas
como el más allá.
– Io e te, per sempre.
Los coches patrulla se acercaron.
¿Los trincarían? Un vacío de desesperación creció dentro de mí. Con Michela en
el talego mi vida no valía nada.
La recta terminaba con una curva
cerrada asomando al valle. Corrían rápido. Demasiado rápido. Aguanté el
aliento, la muerte en el corazón. Ángel clavó los frenos con un chirrido que
despertó todo Madrid. El Mercedes dio un coletazo, y otro, y otro más. Los
coches patrulla se le echaban encima. Luego los pinos se los tragaron.
Me lancé colina abajo. Los
enebros me arañaron por todas partes. Se me cayó la pistola quién sabe dónde.
Me daba igual, tenía que verlo. Ángel salió de los pinos a toda pastilla, los
coches patrulla pegados a él. Los motores aullaban en la noche. Los focos iluminaron
un guardarraíl entre el asfalto y la nada. Yo no respiraba. Ángel derrapó,
volvió a meterse en la calzada. Juré no robar nunca más. Pero era tarde.
El Mercedes arrolló el
guardarraíl.
El metal estalló.
Ángel y Michela despegaron.
Todo fue silencio, un silencio
eterno, definitivo. Intolerable.
En el tiempo de un respiro
nuestro sueño de paraíso se transformó en una pesadilla. Me aplastó el terror
absoluto, el miedo de perderlo todo. De perderla a Ella.
Un estruendo iluminó el valle.
Me tiré a matacaballo por la
senda, cuesta abajo por la pineda, jugándome el cuello. Como si sirviera. Me
paré frente al infierno. Mi corazón se negó a creer lo que yo veía. Las llamas
devoraban los pinos. El paraíso de Massimo y Michela ardía en la hoguera.
Corrí más, ignorando las lenguas
de fuego, incapaz de pensar. No podía acabar así. Amor eterno, ésa era nuestra
promesa. Entre los hierros vislumbré dos siluetas oscuras. Formas humanas de
pesadilla. Quise meterme en el fuego, ya nada tenía sentido. Estar junto a
Michela, en el paraíso o en el infierno daba lo mismo. No llegué a tiempo.
El bosque estalló.
Me recuperé. Estaba tirado en el
suelo. Todo me daba vueltas. Me puse de pie y me caí. Varias veces. El olor a
humo y carne quemada me entró en el alma. Nunca lo olvidaría.
El fuego ya no chillaba. Me
arrastré hacia Michela. Contaba sólo Michela. En la masa de metal calcinado la
vi. Lo que quedaba de Ella. La cazadora de cuero chamuscada. El colgante de
oro al cuello. Una cabeza de carbón.
Repté más cerca. Una mano
desconocida me agarró y me retuvo. Me golpearon unos gritos. No entendí. No
tenía importancia.
El paraíso era ceniza.
Nuestros sueños eran ceniza.
Mi vida era ceniza.
En el rostro vacío de Michela vi
la expresión serena de quien duerme con la conciencia tranquila. Nunca más
volvería a currar de camarera.
Sigue leyendo el Capítulo Uno
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