giovedì 11 dicembre 2014

"De un trago": Prólogo



Loro cercan là la felicità dentro a un bicchiere
per dimenticare d'esser stati presi per il sedere
ci sarà allegria anche in agonia col vino forte
porteran sul viso l'ombra di un sorriso tra le braccia della morte.

[Ellos buscan allí su felicidad dentro de una copa
para olvidar que les tomaron el pelo
Habrá alegría también en la agonía con el vino fuerte
Llevarán en el rostro la sombra de una sonrisa entre los brazos de la muerte]

Fabrizio De André, La città vecchia


No importa lo duro que fuera tu pasado,
Siempre puedes volver a empezar de cero.

Buda



PRÓLOGO


Estábamos jodidos. Desde lo alto de la colina miré boquia­bierto el valle allí abajo: tras el rastro del Mercedes de Ángel dos destellos de luz corrían en la noche. Flashes azules para quemarme los ojos y los sueños de felicidad. Dos coches de policía.
Los coches superaron Miraflores de la Sierra como cohetes. El Mercedes corría rápido, la policía aguantaba. Ángel era un gran piloto. Podía no valer. Tenía que valer, mi Michela estaba con él. Nuestro paraíso estaba en las manos de Ángel.
La desesperación se me agarró al alma. Luché para mante­ner la calma aferrándome a las promesas de Michela:
– Después de esto nos vamos tú y yo, al Caribe, para siem­pre. Io e te, per sempre. Nunca más volveré a currar de cama­rera. Lo pasaremos en grande, Massimo, ya verás.
Escuché el rugido del motor. El Mercedes trepaba por la carretera como un dragón enfurecido. Podíamos lograrlo. Era nuestra única esperanza. Michela e Massimo. Saboreé nuestro paraíso: palmeras y piña colada, comiendo y follando como dioses.
Io e te, per sempre.
Pero el sueño se esfumó. Las sirenas aguantaban. Estába­mos jodidos.



Los coches tomaron la recta debajo de mí. ¿Qué pretendía hacer yo cuando vine? Prometían un trabajo limpio, dinero fácil. Pero nunca era fácil. Un trabajo de aficionados, eso es lo que era. El motor rugió más fuerte, los neumáticos chirriaron. Bajé corriendo para ver mejor. Me pasaron muy cerca. La luz de las farolas relució en su piel: el rostro de Ángel era una máscara diabólica, las manos de Michela estaban blancas como el más allá.
Io e te, per sempre.
Los coches patrulla se acercaron. ¿Los trincarían? Un vacío de desesperación creció dentro de mí. Con Michela en el talego mi vida no valía nada.
La recta terminaba con una curva cerrada asomando al va­lle. Corrían rápido. Demasiado rápido. Aguanté el aliento, la muerte en el corazón. Ángel clavó los frenos con un chirrido que despertó todo Madrid. El Mercedes dio un coletazo, y otro, y otro más. Los coches patrulla se le echaban encima. Luego los pinos se los tragaron.
Me lancé colina abajo. Los enebros me arañaron por todas partes. Se me cayó la pistola quién sabe dónde. Me daba igual, tenía que verlo. Ángel salió de los pinos a toda pastilla, los coches patrulla pegados a él. Los motores aullaban en la noche. Los focos iluminaron un guardarraíl entre el asfalto y la nada. Yo no respiraba. Ángel derrapó, volvió a meterse en la calzada. Juré no robar nunca más. Pero era tarde.
El Mercedes arrolló el guardarraíl.
El metal estalló.
Ángel y Michela despegaron.
Todo fue silencio, un silencio eterno, definitivo. Intolerable.
En el tiempo de un respiro nuestro sueño de paraíso se trans­formó en una pesadilla. Me aplastó el terror absoluto, el miedo de perderlo todo. De perderla a Ella.
Un estruendo iluminó el valle.
Me tiré a matacaballo por la senda, cuesta abajo por la pi­neda, jugándome el cuello. Como si sirviera. Me paré frente al infierno. Mi corazón se negó a creer lo que yo veía. Las llamas devoraban los pinos. El paraíso de Massimo y Michela ardía en la hoguera.
Corrí más, ignorando las lenguas de fuego, incapaz de pen­sar. No podía acabar así. Amor eterno, ésa era nuestra pro­mesa. Entre los hierros vislumbré dos siluetas oscuras. Formas humanas de pesadilla. Quise meterme en el fuego, ya nada tenía sentido. Estar junto a Michela, en el paraíso o en el in­fierno daba lo mismo. No llegué a tiempo.
El bosque estalló.
Me recuperé. Estaba tirado en el suelo. Todo me daba vuel­tas. Me puse de pie y me caí. Varias veces. El olor a humo y carne quemada me entró en el alma. Nunca lo olvidaría.
El fuego ya no chillaba. Me arrastré hacia Michela. Contaba sólo Michela. En la masa de metal calcinado la vi. Lo que que­daba de Ella. La cazadora de cuero chamuscada. El colgante de oro al cuello. Una cabeza de carbón.
Repté más cerca. Una mano desconocida me agarró y me retuvo. Me golpearon unos gritos. No entendí. No tenía im­portancia.
El paraíso era ceniza.
Nuestros sueños eran ceniza.
Mi vida era ceniza.
En el rostro vacío de Michela vi la expresión serena de quien duerme con la conciencia tranquila. Nunca más volvería a currar de camarera.

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