giovedì 11 dicembre 2014

"De un trago": Capítulo Uno




UNO


– Arriva o no questo Barbaresco Gaja?
– Subito, signore.
Corrí a la bodega, hurgué en las cajas y entre las telarañas hallé la reliquia. Una botella de Barbaresco. Regresando res­balé en los escalones de piedra y casi me partí el cráneo. Ense­guida imaginé doscientos euros de líquido color rubí regando el suelo.
Pasé por delante de la cocina esforzándome por ignorar un asqueroso olor a asado. Entré en la sala llena de terciopelo y estucos barrocos, esquivé a dos camareros y agarré un decan­tador. Una vibración en el bolsillo me distrajo. Hice de malaba­rista y eché un vistazo: Viola. Líos. Me presenté a la mesa apu­rado y jadeante, con la botella intacta de milagro, y lucí el escaso aplomo del que era capaz.
– Tenga cuidado con ese vino. – El cliente me examinó con desaprobación. – Usted no tiene experiencia, ¿verdad?
– Veinte años.
– Quién lo diría. ¿Has visto, querida? Incluso el servicio en Il Cambio ya no es el de antes.
– Te lo dije, cariño, que tendríamos que haber ido al golf de La Mandria, por lo menos allí te tratan como es debido.
– Tienes razón, querida.
– Les sugiero que lo decanten, mejorará el buqué. – Golpeé la mesa con el Barbaresco. – Si no les agrada, los señores son libres de despedirse cuando gusten.
El tipo me miró con repulsión. Me pasé una mano por el pelo, que ya no era el de antaño, y le miré mal. Le llené la copa con un dedo de vino.
Prego.
El cliente cató y asintió sin levantar los ojos. Lo mandé a hacer puñetas con el pensamiento. Contemplé los reflejos del Barbaresco en el decantador. ¿Cómo había acabado yo traba­jando allí? ¿Qué acumulación de errores había cometido? Es­taba abatido. Mi última genial idea me había rematado: ocho mil pavos de deuda y un simpático cobrador todo músculos que quería ligar conmigo. Recordaba muy bien la respuesta: estaba allí porque Il Cambio pagaba bien. Podía agradecérselo a los amigos de Viola que me habían enchufado con el maitre, de lo contrario ya habría tenido un meñique menos. Claro que servir ese manjar de dioses sin rozarlo siquiera era un sufri­miento. Una vera tortura. No sólo de aroma vive el sumiller.
– ¿Desea algo más, señor?
El tipo me rechazó con un ademán, ni que le hubiese pedido limosna. Y no era el peor cliente que yo hubiese tenido. Si el nivel del servicio no estaba a la altura de la tradición del local, tampoco lo estaba la clientela. Pero yo no estaba allí por la compañía.
– Massimo, corre a la mesa cinco. – Una mano tiró de mi brazo. – Y ponte las pilas.
La cortesía no estaba entre las cualidades del maitre. Un tipo cortado con hacha, rígido y falso según la viejas costumbres piamontesas. Molesto, llegué en un abrir y cerrar de ojos a la mesa y casi me desmayé. De espaldas estaba sentada una rubia que me sonaba, demasiado. ¿Era Ella? No era posible. De donde estaba nadie volvía nunca.
Un hombre en la mesa se dio la vuelta. – Bueno, ¿y la carta de vinos?
La mujer se arregló la rizada melena. La mesa estalló en una carcajada y vislumbré su pálida y afilada barbilla. Era Ella. Yo no podía respirar. Un fantasma.
Michela.
– ¿Qué haces? – Un susurro me sacudió. – No te pago para quedarte de piedra.
Al maitre le cayó una de mis mejores miradas asesinas. Se me escapó, como un animal salvaje que devora al domador. Ahí estaba todo lo que quedaba de mi yo de antes, el Viejo Max. El maitre retrocedió. Por lo menos todavía sabía dar miedo. De los viejos tiempos sólo me quedaba eso.
Me acerqué a la rubia. Yo aguantaba el aliento, en ascuas. Sus hombros descubiertos dibujaban una línea elegante y si­nuosa. Cuánto los había echado de menos. Sentí el irresistible impulso de besar ese cuello de vainilla. Casi podía tocarla. El local ya no existía, camareros y clientes desaparecidos en el olvido. El tiempo se detuvo. De todo el universo sólo quedaba la espléndida piel de Michela.
La rocé con un dedo.
Se dio la vuelta.
Sentí el vacío estallar en mi corazón.
El susto en el rostro de la mujer dejó sitio para el furor. – ¿Qué quiere? Lárguese.
No era Ella.
Quedé embelesado, realmente de piedra. Bandejas y bote­llas pasaban rápidas cerca de mí. Estaba desorientado, como si me esforzase por reconocer un lugar ajeno. Una vida que no era la mía. Me entraron ganas de irme, dejarlo todo y desapa­recer, meter la cabeza en la arena y no sacarla nunca más. El maitre ni se tomó la molestia de reprenderme, le bastó mirarme y sacudir la cabeza, como con un caso perdido.
Me repuse. Corría a la bodega con Michela en la cabeza cuando me sonó el móvil. Porca miseria ladra. Arriba no podía contestar y abajo no tenía cobertura. Me paré en mitad de la escalera. Era Viola. No podía pasar de ella por cuarta vez. Ella sabía que yo no debía contestar y sin embargo insistía. Los pies me dolían tanto que me moría: era inútil, no tenía madera para ese trabajo.
Pulsé el verde. – ¿Qué pasa?
– ¡Max! Por fin.
– Sabes que estoy trabajando.
– Sí, sí, sólo quería saber a qué hora nos vemos.
Me imaginaba la escena: cena romántica a la luz de las ve­las, mimos en el sofá y alto erotismo bajo el edredón. El pro­grama me daba arcadas.
– Mira, Viola, estoy destrozado y sólo estamos en la comida.
– ¿Me quieres dejar plantada otra vez?
– Es que estoy molido. De veras.
– Massimo – el maitre asomó en lo alto de la escalera – ésta es la última vez.
Viola volvió al ataque. – Siempre las misma excusas.
– Escucha Viola ahora no puedo.
– Te lo digo por última vez. – El maitre estaba a un palmo de mí. – Suelta el teléfono o aquí no vuelves a entrar. ¿Está claro?
– ¡Estoy harta! No te atrevas a dejarme sola también esta noche. No te lo voy a perdonar.
Apreté el teléfono hasta hacerme daño. Quería tirárselo en la cara al maitre y que se fueran a tomar por saco todos. Sólo duró un instante. Fue demasiado.
– Haz lo que te parezca. Que te vaya bien, Max – y Viola colgó.
– Muy bien, Massimo, te lo has buscado tú. – El maitre sacó del bolsillo un puñado de billetes. – Con estos estás apañado, es más de lo que te corresponde. Conmigo has terminado. Desaparece de inmediato, y no te atrevas a volver a pisar Il Cambio nunca.
Me quedé solo en la penumbra de la bodega. Silencio. Me aflojé la pajarita, ya no hacía falta. ¿Por qué era tan difícil? Desahogué la rabia reprimida con un manotazo contra la pa­red, que me valió para un pinchazo de dolor en la palma y otra dosis de frustración. ¿Por qué no me dejaban en paz? ¿No en­tendían que necesitaba mi espacio? Bueno, en esa agradable tarde de jueves tenía todo el espacio que quería.

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