UNO
– Arriva o no
questo Barbaresco Gaja?
– Subito, signore.
Corrí a la bodega, hurgué en las
cajas y entre las telarañas hallé la reliquia. Una botella de Barbaresco.
Regresando resbalé en los escalones de piedra y casi me partí el cráneo. Enseguida
imaginé doscientos euros de líquido color rubí regando el suelo.
Pasé por delante de la cocina
esforzándome por ignorar un asqueroso olor a asado. Entré en la sala llena de
terciopelo y estucos barrocos, esquivé a dos camareros y agarré un decantador.
Una vibración en el bolsillo me distrajo. Hice de malabarista y eché un
vistazo: Viola. Líos. Me presenté a la mesa apurado y jadeante, con la botella
intacta de milagro, y lucí el escaso aplomo del que era capaz.
– Tenga cuidado con ese vino. –
El cliente me examinó con desaprobación. – Usted no tiene experiencia, ¿verdad?
– Veinte años.
– Quién lo diría. ¿Has visto,
querida? Incluso el servicio en Il Cambio ya no es el de antes.
– Te lo dije, cariño, que
tendríamos que haber ido al golf de La Mandria, por lo menos allí te tratan
como es debido.
– Tienes razón, querida.
– Les sugiero que lo decanten,
mejorará el buqué. – Golpeé la mesa con el Barbaresco. – Si no les agrada, los
señores son libres de despedirse cuando gusten.
El tipo me miró con repulsión. Me
pasé una mano por el pelo, que ya no era el de antaño, y le miré mal. Le llené
la copa con un dedo de vino.
– Prego.
El cliente cató y asintió sin
levantar los ojos. Lo mandé a hacer puñetas con el pensamiento. Contemplé los
reflejos del Barbaresco en el decantador. ¿Cómo había acabado yo trabajando
allí? ¿Qué acumulación de errores había cometido? Estaba abatido. Mi última
genial idea me había rematado: ocho mil pavos de deuda y un simpático cobrador
todo músculos que quería ligar conmigo. Recordaba muy bien la respuesta: estaba
allí porque Il Cambio pagaba bien. Podía agradecérselo a los amigos de Viola que
me habían enchufado con el maitre, de lo contrario ya habría tenido un meñique menos. Claro
que servir ese manjar de dioses sin rozarlo siquiera era un sufrimiento. Una vera tortura.
No sólo de aroma vive el sumiller.
– ¿Desea algo más, señor?
El tipo me rechazó con un ademán,
ni que le hubiese pedido limosna. Y no era el peor cliente que yo hubiese
tenido. Si el nivel del servicio no estaba a la altura de la tradición del
local, tampoco lo estaba la clientela. Pero yo no estaba allí por la compañía.
– Massimo, corre a la mesa cinco.
– Una mano tiró de mi brazo. – Y ponte las pilas.
La cortesía no estaba entre las
cualidades del maitre.
Un tipo cortado con hacha, rígido y falso según la viejas costumbres piamontesas.
Molesto, llegué en un abrir y cerrar de ojos a la mesa y casi me desmayé. De
espaldas estaba sentada una rubia que me sonaba, demasiado. ¿Era Ella? No era
posible. De donde estaba nadie volvía nunca.
Un hombre en la mesa se dio la
vuelta. – Bueno, ¿y la carta de vinos?
La mujer se arregló la rizada
melena. La mesa estalló en una carcajada y vislumbré su pálida y afilada
barbilla. Era Ella. Yo no podía respirar. Un fantasma.
Michela.
– ¿Qué haces? – Un susurro me
sacudió. – No te pago para quedarte de piedra.
Al maitre le cayó una de mis mejores
miradas asesinas. Se me escapó, como un animal salvaje que devora al domador.
Ahí estaba todo lo que quedaba de mi yo de antes, el Viejo Max. El maitre
retrocedió. Por lo menos todavía sabía dar miedo. De los viejos tiempos sólo me
quedaba eso.
Me acerqué a la rubia. Yo
aguantaba el aliento, en ascuas. Sus hombros descubiertos dibujaban una línea
elegante y sinuosa. Cuánto los había echado de menos. Sentí el irresistible
impulso de besar ese cuello de vainilla. Casi podía tocarla. El local ya no
existía, camareros y clientes desaparecidos en el olvido. El tiempo se detuvo.
De todo el universo sólo quedaba la espléndida piel de Michela.
La rocé con un dedo.
Se dio la vuelta.
Sentí el vacío estallar en mi corazón.
El susto en el rostro de la mujer
dejó sitio para el furor. – ¿Qué quiere? Lárguese.
No era Ella.
Quedé embelesado, realmente de
piedra. Bandejas y botellas pasaban rápidas cerca de mí. Estaba desorientado,
como si me esforzase por reconocer un lugar ajeno. Una vida que no era la mía.
Me entraron ganas de irme, dejarlo todo y desaparecer, meter la cabeza en la
arena y no sacarla nunca más. El maitre ni se tomó la molestia de reprenderme,
le bastó mirarme y sacudir la cabeza, como con un caso perdido.
Me repuse. Corría a la bodega con
Michela en la cabeza cuando me sonó el móvil. Porca miseria ladra. Arriba no podía
contestar y abajo no tenía cobertura. Me paré en mitad de la escalera. Era
Viola. No podía pasar de ella por cuarta vez. Ella sabía que yo no debía
contestar y sin embargo insistía. Los pies me dolían tanto que me moría: era
inútil, no tenía madera para ese trabajo.
Pulsé el verde. – ¿Qué pasa?
– ¡Max! Por fin.
– Sabes que estoy trabajando.
– Sí, sí, sólo quería saber a qué
hora nos vemos.
Me imaginaba la escena: cena
romántica a la luz de las velas, mimos en el sofá y alto erotismo bajo el
edredón. El programa me daba arcadas.
– Mira, Viola, estoy destrozado y
sólo estamos en la comida.
– ¿Me quieres dejar plantada otra
vez?
– Es que estoy molido. De veras.
– Massimo – el maitre asomó
en lo alto de la escalera – ésta es la última vez.
Viola volvió al ataque. – Siempre
las misma excusas.
– Escucha Viola ahora no puedo.
– Te lo digo por última vez.
– El maitre
estaba a un palmo de mí. – Suelta el teléfono o aquí no vuelves a entrar. ¿Está
claro?
– ¡Estoy harta! No te atrevas a
dejarme sola también esta noche. No te lo voy a perdonar.
Apreté el teléfono hasta hacerme
daño. Quería tirárselo en la cara al maitre y que se fueran a tomar por saco todos.
Sólo duró un instante. Fue demasiado.
– Haz lo que te parezca. Que te
vaya bien, Max – y Viola colgó.
– Muy bien, Massimo, te lo has
buscado tú. – El maitre
sacó del bolsillo un puñado de billetes. – Con estos estás apañado, es más de
lo que te corresponde. Conmigo has terminado. Desaparece de inmediato, y no te
atrevas a volver a pisar Il Cambio nunca.
Me quedé solo en la penumbra de
la bodega. Silencio. Me aflojé la pajarita, ya no hacía falta. ¿Por qué era tan
difícil? Desahogué la rabia reprimida con un manotazo contra la pared, que me
valió para un pinchazo de dolor en la palma y otra dosis de frustración. ¿Por
qué no me dejaban en paz? ¿No entendían que necesitaba mi espacio? Bueno, en
esa agradable tarde de jueves tenía todo el espacio que quería.
Sigue leyendo el Capítulo Dos
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