Emanuele Cuniberti metió el
morro del coche a la fuerza el sitio vacío delante de casa y aparcó ignorando
las blasfemias del otro conductor. Que se fuera a la mierda. Bajó las bolsas de
la compra jadeando y cogió al vuelo el ascensor. Se cruzó con el tío raro de la
buhardilla y masculló un hola forzado. Aquel contestó con una mueca
inquietante. Llevaba el pelo al cero, tatuajes en los brazos y un par de
bidones llenos de líquidos extraños. Vete a saber qué tramaba bajo el tejado
por la noches.
– Manu, ¿has cogido el
papel higiénico? – preguntó la mujer, Anna Maria. – No te habrás olvidado del
gel para la vitrocerámica, ¿verdad?
– Papá, ¿me das veinte
euros? Tengo un amigo que me vende Assassin’s Creed tres usado a mitad de
precio – dijo el hijo Marco.
– ¿Papá puedo volver a las
doce mañana por la noche? Giorgia celebra su cumpleaños en una discoteca.
¡Venga por favor papá! – preguntó la hija Alessandra.
Emanuele cogió el mando y
cambió de canal. Apareció un tipo gordo y calvo que con voz persuasiva les hacía a dos jóvenes la
pregunta de su vida . El hombre estaba todavía allí cuando se
sentaron a la mesa para cenar.
– Entonces papá, ¿puedo
volver más tarde mañana?
– Mira Manu que la cisterna
del baño gotea otra vez.
– Papá ni te imaginas qué
gráfica, cuando matas a un tío le saltan fuera las tripas. ¡Chulísimo!
El filete sabía a cuero
hervido. Desde la pantalla una falsa rubia falsa joven hablaba de bombas
muertos secuestros sobornos labios rehechos y penaltis que no eran. Después
echaban el partido pero Alessandra tenía que ver el último capítulo de True
Blood. En la cama Emanuele Cuniberti empezó un libro pero era un tostón, lleno
de palabrería. Su mujer apagó la luz y se acurrucó en su rincón. Hacía años que
él no cruzaba la frontera. Sólo le quedaba dormir.
Aislado en su trozo de
oscuridad todavía le faltaba el silencio. Un ruido como de nomos que cavan en
la montaña comenzó a taladrarle el cerebro. ¿Quién demonios trajinaba a esa
hora de la noche? Probó cualquier postura pero no había nada que hacer. Lamentó
no tener tapones para los oídos. Metió la cabeza debajo de la almohada pero no
sirvió.
Se levantó con la rabia que
le hervía dentro. Salió al descansillo en calzoncillos. El ruido parecía venir
desde arriba. Descartando la abuelita del quinto, sólo podía ser el raro de la
buhardilla. Emanuele subió las escaleras furtivo siguiendo la vibración
martilleante. Pero ¿qué estaba tramando ése? Qué suerte la abuelita, sorda como
una tapia. Emanuele se plantó delante de la puerta de la buhardilla. El silbido
era penetrante. Amagó tocar el timbre y el ruido cesó. ¿Y ahora qué hago? Se
oía un cuchicheo bajo. Escuchó a través de la puerta.
– Qué bueno soy. Oh sí,
mira que pasada. Fantástico.
Tenía que estar totalmente
zumbado. Emanuele miró la hora: las doce y treinta y cinco. El fresco de la
escalera lo había despertado del todo. El silbido volvió, más fuerte que antes.
Ahora se iba a enterar. Se pegó al timbre. El tío no contestó. A lo mejor ni
oía, a lo mejor él sí que se había puesto tapones. Emanuele hasta podía pasarse
toda la noche allí llamando en calzoncillos. Se acordó de la escalera
antiincendio. Abrió la puerta de seguridad y subió a la azotea de la comunidad.
El frío de la noche le estremeció. Mientras daba la vuelta alrededor del tejado
de la buhardilla se preguntó como se lo iba a tomar ése. Estaba chalado.
Imprevisible.
Emanuele vio la luz que
salía del lucernario y se paró. Se sentía como un ladrón, un profanador de
intimidades. Pero era suya la intimidad que había sido violada. Respiró hondo y
se lanzó, con las palabras listas en los labios. Ya tenía el puño levantado
para llamar a la ventana pero lo que vio le paralizó. De un único vistazo notó
la fila de rifles pulidos colgados de la pared, las esvásticas y los retratos
de gente de uniforme. En una mesa de trabajo sobresalía un enredo de placas de
acero, tubos de goma, botones y un enorme recipiente lleno de un líquido
oscuro. El raro llevaba sus tatuajes y nada más. Cuando dejó la lijadora
eléctrica que tenía en la mano, ese ruido del diablo cesó. Emanuele tuvo miedo,
un terror primordial que le arrancó el corazón. El tipo se daría la vuelta, le
vería y le mataría. Abriría la ventana, le perseguiría y le clavaría una bala
entre los ojos. O le arrojaría por la barandilla, un buen vuelo de seis pisos y
ya está.
En cambio retomó la
lijadora y volvió al trabajo. Emanuele salió escopetado hacia las escaleras
antiincendio y en un abrir y cerrar de ojos se zambulló debajo de las mantas.
De dormir ni hablar, el corazón le latía desbocado. ¿Qué tenía que hacer?
¿Quién era él para decirle algo a ése? La policía, sí, tenía que llamar a la
policía. ¿Pero por qué, un vecino que hace bricolaje a las doce de la noche? Lamentable,
pero en su derecho. Así Emanuele cargaría con preguntas, formularios, a lo
mejor una visita a la comisaría. Y con las miradas torcidas de mujer, hijos y
vecinos. No gracias. Se dio la vuelta y hundió la cabeza bajo la almohada. No
pegó ojo en toda la noche.
– ¿Qué te pasa esta mañana?
– le preguntó Anna Maria.
El telediario acompañaba el
desayuno en la cocina.
– No he dormido bien.
– Digamos que no has
dormido. Manu, tienes que pasar del tonto ese de tu jefe. Por lo que te pagan
no merece la pena que te estreses.
Emanuele no contestó. El
tazón de leche sabía a rancio. En la pantalla aparecieron imágenes de escombros
y chatarra.
– El balance de las
víctimas es provisional pero se teme lo peor – dijo un hombre encorbatado y
bronceado. – El convoy entero
literalmente ha explotado. La estación del metro de hormigón ha retenido la
explosión, amplificándola. La masa del edificio ha colapsado sepultando el
tren. Un convoy de seis coches como ése tiene capacidad para 832 pasajeros y
por la mañana en hora punta hasta puede circular a plena carga. Hará falta
esperar la lista de los desaparecidos para poder hablar de números. Quién quiera
señalar una desaparición puede llamar al número gratuito...
– Qué desastre – dijo la
mujer. – Cómo puede la gente.
– Mamá yo me voy
– dijo Alessandra pasando a la carrera por el pasillo.
– Tú con esa minifalda no
vas a ningún lado – dijo Anna Maria.
– Venga que llevo retraso
para el examen de inglés.
– Sal un cuarto de hora
antes como hace tu hermano Marco.
– Gracias a las imágenes de
las cámara de circuito cerrado – siguió el periodista – la policía ha
identificado a un hombre sospechoso de ser el autor del atentado. Se trata de
Massimo Ferrero, 26 años.
Emanuele levantó los ojos y
vio la foto de un joven con el pelo al cero y la mandíbula cuadrada.
– Los investigadores
sospechan que haya podido fabricar un artefacto de alto potencial con productos
químicos a la venta en cualquier ferretería.
– Manu, cuidado que tiras
la leche.
Era él. El tío de la
buhardilla.
– En la vivienda de Massimo
Ferrero los agentes han hallado armas y material de extrema derecha.
Emanuele tragó saliva. Si
hubiera llamado la policía. Si hubiera denunciado lo que vio. Bueno, de todas
formas no era asunto suyo. Tampoco pasaba nada. Él no cogía nunca el metro. De
golpe un pensamiento lo fulminó. Corrió por el móvil y llamó al hijo. Una voz contestó que el teléfono de Marco no estaba disponible.
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"Nueve círculos" de Tommaso Franco está sujeto a la licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported License.
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