venerdì 13 aprile 2012

Nueve círculos. Primer círculo: Silencio

    – Ni se te ocurra. Es mío!
    Emanuele Cuniberti metió el morro del coche a la fuerza el sitio vacío delante de casa y aparcó ignorando las blasfemias del otro conductor. Que se fuera a la mierda. Bajó las bolsas de la compra jadeando y cogió al vuelo el ascensor. Se cruzó con el tío raro de la buhardilla y masculló un hola forzado. Aquel contestó con una mueca inquietante. Llevaba el pelo al cero, tatuajes en los brazos y un par de bidones llenos de líquidos extraños. Vete a saber qué tramaba bajo el tejado por la noches.
    En cuanto Emanuele entró en casa empezó el bombardeo.

    – Manu, ¿has cogido el papel higiénico? – preguntó la mujer, Anna Maria. – No te habrás olvidado del gel para la vitrocerámica, ¿verdad?
    – Papá, ¿me das veinte euros? Tengo un amigo que me vende Assassin’s Creed tres usado a mitad de precio – dijo el hijo Marco.
    – ¿Papá puedo volver a las doce mañana por la noche? Giorgia celebra su cumpleaños en una discoteca. ¡Venga por favor papá! – preguntó la hija Alessandra.
    Emanuele cogió el mando y cambió de canal. Apareció un tipo gordo y calvo que con voz persuasiva les hacía a dos jóvenes la pregunta de su vida . El hombre estaba todavía allí cuando se sentaron a la mesa para cenar.
    – Entonces papá, ¿puedo volver más tarde mañana?
    – Mira Manu que la cisterna del baño gotea otra vez.
    – Papá ni te imaginas qué gráfica, cuando matas a un tío le saltan fuera las tripas. ¡Chulísimo!
    El filete sabía a cuero hervido. Desde la pantalla una falsa rubia falsa joven hablaba de bombas muertos secuestros sobornos labios rehechos y penaltis que no eran. Después echaban el partido pero Alessandra tenía que ver el último capítulo de True Blood. En la cama Emanuele Cuniberti empezó un libro pero era un tostón, lleno de palabrería. Su mujer apagó la luz y se acurrucó en su rincón. Hacía años que él no cruzaba la frontera. Sólo le quedaba dormir.
    Aislado en su trozo de oscuridad todavía le faltaba el silencio. Un ruido como de nomos que cavan en la montaña comenzó a taladrarle el cerebro. ¿Quién demonios trajinaba a esa hora de la noche? Probó cualquier postura pero no había nada que hacer. Lamentó no tener tapones para los oídos. Metió la cabeza debajo de la almohada pero no sirvió.
    Se levantó con la rabia que le hervía dentro. Salió al descansillo en calzoncillos. El ruido parecía venir desde arriba. Descartando la abuelita del quinto, sólo podía ser el raro de la buhardilla. Emanuele subió las escaleras furtivo siguiendo la vibración martilleante. Pero ¿qué estaba tramando ése? Qué suerte la abuelita, sorda como una tapia. Emanuele se plantó delante de la puerta de la buhardilla. El silbido era penetrante. Amagó tocar el timbre y el ruido cesó. ¿Y ahora qué hago? Se oía un cuchicheo bajo. Escuchó a través de la puerta.
    – Qué bueno soy. Oh sí, mira que pasada. Fantástico.
    Tenía que estar totalmente zumbado. Emanuele miró la hora: las doce y treinta y cinco. El fresco de la escalera lo había despertado del todo. El silbido volvió, más fuerte que antes. Ahora se iba a enterar. Se pegó al timbre. El tío no contestó. A lo mejor ni oía, a lo mejor él sí que se había puesto tapones. Emanuele hasta podía pasarse toda la noche allí llamando en calzoncillos. Se acordó de la escalera antiincendio. Abrió la puerta de seguridad y subió a la azotea de la comunidad. El frío de la noche le estremeció. Mientras daba la vuelta alrededor del tejado de la buhardilla se preguntó como se lo iba a tomar ése. Estaba chalado. Imprevisible.
    Emanuele vio la luz que salía del lucernario y se paró. Se sentía como un ladrón, un profanador de intimidades. Pero era suya la intimidad que había sido violada. Respiró hondo y se lanzó, con las palabras listas en los labios. Ya tenía el puño levantado para llamar a la ventana pero lo que vio le paralizó. De un único vistazo notó la fila de rifles pulidos colgados de la pared, las esvásticas y los retratos de gente de uniforme. En una mesa de trabajo sobresalía un enredo de placas de acero, tubos de goma, botones y un enorme recipiente lleno de un líquido oscuro. El raro llevaba sus tatuajes y nada más. Cuando dejó la lijadora eléctrica que tenía en la mano, ese ruido del diablo cesó. Emanuele tuvo miedo, un terror primordial que le arrancó el corazón. El tipo se daría la vuelta, le vería y le mataría. Abriría la ventana, le perseguiría y le clavaría una bala entre los ojos. O le arrojaría por la barandilla, un buen vuelo de seis pisos y ya está.
    En cambio retomó la lijadora y volvió al trabajo. Emanuele salió escopetado hacia las escaleras antiincendio y en un abrir y cerrar de ojos se zambulló debajo de las mantas. De dormir ni hablar, el corazón le latía desbocado. ¿Qué tenía que hacer? ¿Quién era él para decirle algo a ése? La policía, sí, tenía que llamar a la policía. ¿Pero por qué, un vecino que hace bricolaje a las doce de la noche? Lamentable, pero en su derecho. Así Emanuele cargaría con preguntas, formularios, a lo mejor una visita a la comisaría. Y con las miradas torcidas de mujer, hijos y vecinos. No gracias. Se dio la vuelta y hundió la cabeza bajo la almohada. No pegó ojo en toda la noche.
    – ¿Qué te pasa esta mañana? – le preguntó Anna Maria.
    El telediario acompañaba el desayuno en la cocina.
    – No he dormido bien.
    – Digamos que no has dormido. Manu, tienes que pasar del tonto ese de tu jefe. Por lo que te pagan no merece la pena que te estreses.
    Emanuele no contestó. El tazón de leche sabía a rancio. En la pantalla aparecieron imágenes de escombros y chatarra.
    – El balance de las víctimas es provisional pero se teme lo peor – dijo un hombre encorbatado y bronceado. –  El convoy entero literalmente ha explotado. La estación del metro de hormigón ha retenido la explosión, amplificándola. La masa del edificio ha colapsado sepultando el tren. Un convoy de seis coches como ése tiene capacidad para 832 pasajeros y por la mañana en hora punta hasta puede circular a plena carga. Hará falta esperar la lista de los desaparecidos para poder hablar de números. Quién quiera señalar una desaparición puede llamar al número gratuito...
    – Qué desastre – dijo la mujer. – Cómo puede la gente.
    – Mamá yo me voy – dijo Alessandra pasando a la carrera por el pasillo.
    – Tú con esa minifalda no vas a ningún lado – dijo Anna Maria.
    – Venga que llevo retraso para el examen de inglés.
    – Sal un cuarto de hora antes como hace tu hermano Marco.
    – Gracias a las imágenes de las cámara de circuito cerrado – siguió el periodista – la policía ha identificado a un hombre sospechoso de ser el autor del atentado. Se trata de Massimo Ferrero, 26 años.
    Emanuele levantó los ojos y vio la foto de un joven con el pelo al cero y la mandíbula cuadrada.   
    – Los investigadores sospechan que haya podido fabricar un artefacto de alto potencial con productos químicos a la venta en cualquier ferretería.
    – Manu, cuidado que tiras la leche.
    Era él. El tío de la buhardilla.
    – En la vivienda de Massimo Ferrero los agentes han hallado armas y material de extrema derecha.
    Emanuele tragó saliva. Si hubiera llamado la policía. Si hubiera denunciado lo que vio. Bueno, de todas formas no era asunto suyo. Tampoco pasaba nada. Él no cogía nunca el metro. De golpe un pensamiento lo fulminó. Corrió por el móvil y llamó al hijo. Una voz contestó que el teléfono de Marco no estaba disponible.
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NUEVE CÍRCULOS (pincha para leer)
IX círculo: Cero (desde el 8 de junio)
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