– Venga, todo de
golpe.
– Sí, sí.
Michele se lo tragó.
Quemaba como amoníaco. ¿Cómo demonios había acabado allí dentro con esos dos
tíos?
– Adelante, otra
ronda.
– Lo siento, la barra
está cerrada.
– Entonces vamos
a un sitio que conozco yo, vais a ver que pasada. Venga, a moverse.
Michele acabó en la
calle, el aire chispeante de la noche haciéndole cosquillas por la espalda. Los
edificios le daban vueltas alrededor en una danza vertiginosa. Alguien lo
mantuvo derecho. Se pusieron en marcha detrás de Andrei, una pequeña procesión
alborotada en el silencio.
– ¿Sabes qué es esto?
– le exhaló en la cara Emil mirándolo a los ojos.
Debajo de la camiseta
del tío el reflejo bruñido de un revólver.
– Pero eso... – dijo
Michele.
– Tranquilo, tampoco es
mío. Luego nos vamos a divertir.
Cuando entraron en el
sitio el silencio explotó. Michele se encontró entre las manos un líquido
fosforescente en un vaso largo y lo engulló. Ya iba mejor. La noche con esos
dos tipos era realmente la bomba. Justo lo que buscaba desde hace tiempo.
– Ten – le gritó Emil
al oído, y le metió en la boca una pastilla. Michele la empujó abajo con un
buen trago fosforescente.
Su mente dejó su
cuerpo. Observó sus pies andando por la pista, sus brazos meneándose
frenéticos, la cabeza meciéndose. La carne humana alrededor suyo palpitaba. Su
corazón latía al ritmo de la tecno. De golpe la música paró. Se encendieron las
luces.
– ¿Y ahora? –
preguntó.
– Yo sé que hacer –
contestó Andrei con su brutal acento del Este.
Michele no se
aguantaba de pie. Acabaron en una pradera viendo un amanecer rojo sangre.
– ¿Te apetece hacer
un juego?
– Ten – dijo Emil.
En las manos de
Michele la pistola pesaba como un cargo de conciencia.
– ¿Sabes usarla? Pero
claro, es pan comido.
Andrei se la arrancó
de las manos, abrió el tambor y metió una bala. Una sola.
– ¿Conoces la ruleta
rusa? Ahora la vamos a hacer al revés. ¿Ves ese taxista allí abajo que echa un
pitillo mientras espera un cliente?
De sentado se clavó
el codo en la rodilla, guiñó un ojo y apuntó.
– Ahora me lo cargo.
El aire se paró.
Todos dejaron de respirar. El dedo de Andrei se dobló y rozó el gatillo.
Clic.
No pasó nada.
– Dame. – Con la mano
Emil dio un par de vueltas al tambor. – Señores, haced vuestras apuestas.
Se puso de rodillas,
con las dos manos bien cerradas sobre la empuñadura y apoyadas en la pierna.
Apuntaba a un quiosquero que colocaba revistas.
– Espera... – dijo
Michele.
Clic.
– Ahora te toca a ti
– y venga otra vuelta de tambor.
– Pero yo...
– Pon una mano en la
empuñadura. Así. Con la otra te apoyas. Muy bien, Michele. ¿Estás seguro que
nunca has usado uno antes? Ahora hay que amartillar...
Clic.
– Eh, gringo, tranquilo
con ese chisme. Es delicado, trátalo como la joya de una mujer. Entonces, ¿a
quién le disparamos?
Michele miró a su
alrededor desorientado.
– Perfecto, esa
mujer que barre la acera – dijo Andrei. – Está lejos, ¿puedes?
Michele apuntó hacia
la mujer. El cañón temblaba como una hoja.
– Respira hondo.
Tenía las sienes que
le iban a estallar, un nudo en la garganta como una rata muerta.
Clic.
– Muy bien, para mí
le ibas a dar.
– Pero qué dices –
contestó Emil – de esta distancia no acertaría ni a un elefante. Acerquémonos.
Bajaron por la
pradera hasta la calle.
– Dame, me toca a mí.
– Andrei giró el tambor, empuñó el revólver y lo cubrió con la cazadora de
cuero. Se acercaron a la parada del autobús, donde algunas personas esperaban.
– Pito pito gorgorito... – el índice pasó de un tipo a otro. Se paró en una
señora mayor con las bolsas de la compra.
Clic.
Andrei se partió de
risa, luego le dio el revólver al socio.
– Vamos a tomar un
café.
Pasaron delante del
taxista de antes. Emil se le acercó a un paso, la chaqueta doblada sobre el
brazo. Aquél le miró torcido.
Clic.
Se sentaron en una
terraza.
– La camarera, ¿qué
te parece? – dijo Andrei.
– Sí – contestó Emil
– es toda tuya.
El metal era frío y
duro.
Michele empuñó,
amartilló y apuntó.
La camarera se plantó
delante de los tres. – ¿Qué coño hacéis vosotros aquí?
BUM!
El estruendo fue
ensordecedor. El cerebro de Michele registró con un instante de retraso la
última frase de la camarera: – Os había dicho que no quería volver a veros
nunca más. – La blusa blanca ya estaba empapada de sangre. La chica se derrumbó
volcando mesas y sillas.
– Te la has cargado,
guapo.
– Me da a mí que te
van a caer veinte años, amigo.
Qué bien le habían
encasquetado el muerto.
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NUEVE CÍRCULOS (pincha para leer)
IX círculo: Cero (desde el 8 de junio)
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