– Entonces ¿quieres
probar?
– Sí
– Acércame las
muñecas – dice Piero. Yo estiro los brazos y de no sé donde él saca una sutil
cuerda de yute y empieza a envolverla alrededor de mis huesos. Tiene los ojos
clavados en los míos.
– ¿Aquí, delante de
todos?
– Sí, guapa, delante
de todos. – En un santiamén tengo las manos inmovilizadas. Las pálidas luces de
neón parecen alienígenas. La música martillea rabiosa. Querría acabar mi
daiquiri pero no consigo coger el vaso.
– ¿Entiendes ahora?
¿Te imaginas la escena? Todavía quieres hacerlo?
Piero está serio como su traje gris antracita. Nada de sonrisas. Yo no contesto. Una mano delicada y elegante coge mi vaso y lo acerca a mis labios.
– Ten – dice
Cristina. Yo bebo. Es ella quien decide cuando el sorbo es suficiente, no yo.
– Sí. Quiero hacerlo.
Todo – contesto.
– Lo sabía – dice
ella. Con su vestidito color ciruela Cristina me pone a cien.
– Bien. – Piero está
decidido. – Pues vámonos.
Nos cepillamos las
copas y salimos de ese hormiguero.
– Antes llenamos el
depósito – dice Cristina cuando estamos en el Audi de Piero, y se toca la punta
de la nariz.
– El shibari tiene
sus reglas, no es una broma – contesta él.
– ¿Qué te pasa,
tienes miedo? El experto eres tú. Nuestro gurú.
– Venga, ¿tienes algo
bueno? – pregunto.
– Una pasada – dice
Cristina con su acento pijo.
Las seis rayas de
polvo blanco alineadas sobre el CD brillan bajo la luz de las farolas. Piero
enrolla un billete de cien y nos las metemos por turnos. Luego arrancamos.
Dejamos el parking en dirección a la periferia. El mundo fuera de la ventanilla
es un torbellino de luces.
– ¿Donde nos llevas,
tesoro? – pregunta Cristina.
– Ahora lo vas a ver.
Piero se detiene e
indica un almacén aislado. No hay ni un alma en la calle.
– Allí? – digo yo.
Estoy mareada.
– En mi casa claro
que no. Fiaos de mí, es un encanto de sitio.
Bajamos y seguimos a
Piero hasta una anónima puerta blindada. Él mira alrededor, abre y enciende las
luces.
– Por favor.
Cristina y yo
entramos, él viene detrás nuestro y cierra con llave. Atravesamos un pequeño
vestíbulo y nos encontramos en un amplio salón decorado a la oriental: tatami
en el suelo, paneles de papel de arroz, ideogramas en las paredes. Hace un
calor infernal. Las luces bajas y la música chill out me hacen pensar en un Spa
con aire Zen.
– Quitaos los
zapatos. Poneos cómodas.
Nos desnudamos los
tres. Sin decir más empezamos a tocarnos. Siento que ardo por dentro. Cristina
jadea, Piero tiene mirada de rapaz. Acabo tumbada y desnuda, mientras él termina
de atarme. Las luces de las velas dibujan sombras monstruosas. Me da un
escalofrío.
– Pero ¿estás
seguro?
– Fíate de mí.
Cristina ya está lista.
Me doy la vuelta y
ella se me queda mirando lasciva: ya se lo ha hecho todo ella sola. Cuando
acaba con mis nudos, Piero coge la cuerda que me rodea el cuello, la pasa
encima de una viga en lo alto y luego la ata alrededor del cuello de Cristina.
– Te ayudo a
levantarte.
Cristina y yo estamos
en pie de puntillas, sólo la cuerda tensa nos mantiene derechas. Nos quedamos
así un instante. Ella se deja caer y la cuerda me levanta. La garganta se me
cierra y me duele de placer. Me siento morir. Luego con extrema lentitud ella
empuja con los pies y la cuerda se afloja, yo vuelvo abajo y sube ella. En su
rostro se despliega una mueca de placer igual al mío. Yo empujo con las puntas,
la cuerda me levanta y el placer rebota en mí. Siento un calor húmedo que me
baja entre los muslos. Es maravilloso.
Me parece ver una
mujer que entra y se lleva a Piero. Vuelve una nueva descarga de goce. Ahora
Cristina y yo estamos solas. Es un juego íntimo y perfecto. Ella está
cautivada, en éxtasis. A cada oscilación la garganta se estrecha más, yo gozo
más. Se me nubla la vista. Un hormigueo me baja de la nuca a los talones.
Siento el orgasmo más y más cerca. Cada vez que subo allí arriba todo se vuelve
negro en un instante de placer absoluto. Luego le toca a ella.
Pero empieza a doler.
La cuerda a cada tirón me machaca las vértebras, como si quisiera arrancarme la
cabeza. Ya no siento las piernas. El placer se hace dolor. Quiero parar.
Intento empujar con los pies pero no responden. Cristina tiene la boca de par
en par y gime de goce. Quiero parar. Intento gritar pero me falta el aliento. A
cada sacudida llega la oscuridad. Quiero parar. Luego me derrumbo.
Cuando abro los ojos
los neones me ciegan. Estoy tendida, todavía atada, desnuda y congelada. Igual
me he desmayado. Levanto los ojos y me horrorizo: es Piero que está apurado con
Cristina. Ella todavía está arriba, tiene los ojos vidriosos y la lengua fuera.
Con una navaja él intenta cortar la cuerda, pero para Cristina es demasiado
tarde. Con mi peso la he ahorcado.
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NUEVE CÍRCULOS (pincha para leer)
IX círculo: Cero (desde el 8 de junio)
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